Era una noche cualquiera en Madrid. Mi esposa y yo dormíamos plácidamente en nuestro cuarto, arropados bajo la manta. Nuestro hijo de seis años y nuestra hijita de un año ya llevaban rato durmiendo en sus habitaciones. Todo estaba en silencio, en calma—nada hacía presagiar lo que iba a ocurrir.
El reloj marcaba cerca de las tres de la madrugada cuando nuestro labrador, Canelo, entró corriendo al dormitorio. Lleva con nosotros ocho años—un perro inteligente, cariñoso, un auténtico miembro de la familia. Nunca daba problemas, siempre sabía cómo comportarse. Pero esa noche era distinto.
Canelo se acercó al lado de mi esposa, puso sus patas sobre su pecho y comenzó a ladrar suavemente. Su actitud me alertó al instante. Teníamos la regla clara: no subirse a la cama, y él jamás la había roto. Ahora, su comportamiento era extraño y me heló la sangre.
Me desperté sobresaltado, el corazón acelerado. En la penumbra, vi al perro inclinado sobre mi mujer. Por un segundo, el miedo me paralizó. ¿Qué estaba pasando? De pronto, lo entendí y marqué rápidamente el 112.
Escuché un crujido en el pasillo, pisadas casi imperceptibles. Ahí supe que el peligro no era Canelo. Él se plantó entre nosotros y la puerta, como si supiera de dónde venía la amenaza.
Desperté a mi esposa con un gesto, señalándole que guardara silencio. Avancé de puntillas hacia la puerta y oí otro ruido—alguien arrastrando los pies por el suelo de madera.
Agarré el teléfono y llamé a la policía. Mientras llegaban, nos encerramos en el baño con los niños. Canelo se quedó frente a la puerta, en guardia.
Siete minutos—una eternidad—después, alguien gritó desde fuera:
«¡Policía! ¡Nadie se mueva!»
Atraparon a dos ladrones en plena faena. Habían entrado por la ventana del salón, creyendo que podrían robar sin ser descubiertos. Pero no contaban con nuestro perro.
Canelo se convirtió en un héroe. Sin él, quién sabe cómo habría terminado todo. Le compramos el hueso más grande y la manta más suave. Ahora duerme junto a nuestra puerta cada noche. Ni lo discutimos.
A veces, los verdaderos guardianes no llevan capa, sino pelaje.