**Diario Personal**
Odio este ambiente en casa. No lo soporto. Él no es mi padre. Ojalá se largara de una vez. Podemos vivir sin él. —Lucía ardía de rabia hacia su padrastro. Yo no entendía ese conflicto familiar. ¿Por qué no llevarse bien? No tenía ni idea de las tensiones ocultas en aquel hogar.
Lucía tenía una hermanastra, Alba, diez años menor, hija biológica de su madre y del padrastro. Desde fuera, parecía que él las trataba igual, pero Lucía evitaba volver a casa después del instituto. Calculaba cuándo se iría a trabajar su enemigo. Si fallaba y él seguía allí, se desbordaba de furia.
—¡Está en casa! —me susurraba—. Marta, quédate en mi habitación.
Luego se encerraba en el baño, fingiendo indiferencia, hasta que él se marchaba. Solo entonces respiraba aliviada.
—Por fin se ha ido. Tú tienes suerte, Marta, vives con tu padre de verdad. Yo… esto es un tormento. —Suspiraba hondo—. Vamos a comer.
Su madre era una excelente ama de casa. La comida era casi un ritual: desayuno, almuerzo, merienda y cena, todo medido al minuto. Siempre que iba, había algo caliente en la mesa, ollas tapadas con trapos, esperando.
Lucía odiaba a Alba. La molestaba, se burlaba, incluso se pegaban. Con los años, se volverían inseparables. Lucía se casaría, tendría una hija. Luego, toda la familia, excepto el padrastro, emigraría a Argentina. Años después, tendría otra niña. Alba nunca se casaría, pero ayudaría a criar a sus sobrinas. Allí, lejos, se unirían aún más.
Su padre biológico, casado con otra mujer, mantendría contacto con Lucía hasta morir. Ella era su única hija.
Yo crecí en una familia intacta, pero todas mis amigas venían de hogares rotos. De pequeña, no entendía sus resentimientos. Pero su vida no era fácil.
La madre y el padrastro de Irene eran alcohólicos. Ella se avergonzaba, nunca invitaba a nadie. Sabía que él la regañaría y su madre la apoyaría, incluso con un cachete. A los quince, Irene aprendió a defenderse, y la dejaron en paz.
—Marta, te invito a mi cumpleaños —me dijo un día, radiante.
—¿A tu casa? ¿Y tu padrastro?
—Que no se atreva. Mi madre me dio la dirección de mi padre verdadero. Ahora él me protege. Ven, por favor.
El día llegó. Llevé un regalo y llamé a su puerta. Irene, vestida de fiesta, me recibió.
—¡Pasa! Siéntate.
Sus padres estaban junto a la mesa. Saludé con cautela. Sobre el mantel gastado, había una gran fuente de paella, pan cortado y refresco en vasos de cristal. Encima, unas magdalenas. Irene estaba orgullosa de aquel “festín”.
Dios mío, ¿qué comían los otros días? Recordé mis cumpleaños: mi madre cocinando horas, montañas de comida. Pero no dije nada. Comí con gusto, evitando las migas.
En una esquina, su abuela gimoteaba desde la cama:
—Zina, no bebas, que luego te olvidas de mí.
—Tranquila, abuela, solo hay refresco —murmuró Irene.
Nos fuimos pronto. La juventud tenía cosas mejores que hacer que estar con viejos.
Irene perdería a su familia en un año. A los veinticinco, quedó sola. Nunca se casó ni tuvo hijos. Hubo pretendientes, pero nada funcionó. Incluso acogió a mi exmarido un tiempo. Tampoco duró. Quizás su carácter era difícil.
También estaba Laura, mi amiga de catorce años. Vivía con su hermana mayor, Ana, de dieciocho. A mí, Ana me parecía una mujer seria, inalcanzable.
Su madre las visitaba semanalmente, llevando comida. Vivía con su primer marido. Ana era hija de ese matrimonio; Laura, del segundo. Tras un breve segundo intento, su madre regresó con el primero.
EnvidAhora, cuando pienso en ellas, comprendo que cada una llevaba su cruz a cuestas, pero todas, a su manera, encontraron un pedazo de felicidad en este mundo tan complicado.