¡Oye, amiga! Te tengo que contar lo que pasó en mi último vuelo, que fue un auténtico culebrón. El ambiente en la clase turista estaba tenso, y la gente lanzaba miradas fulminantes a la anciana que acababa de sentarse. Pero, al final, el capitán del avión se volvió a dirigir a ella justo antes de aterrizar.
Begoña, una mujer de ochenta y cinco años, se acomodó con nerviosismo en su asiento. De inmediato estalló una discusión…
—¡No me siento a su lado! —exclamó a voz en cuello un hombre de unos cuarenta años, mirando con desdén el sencillo vestido de la anciana mientras le hablaba a la azafata.
Ese hombre se llamaba Vicente, y no se cortó ni un pelo para mostrar su desprecio.
—Perdón, pero el pasajero tiene su billete exactamente en ese sitio. No podemos cambiarlo —le contestó la azafata con calma, aunque Vicente siguió mirando a Begoña con una cara de sabelotodo.
—Estos asientos son demasiado caros para gente como ella —le soltó con burla, mirando a su alrededor como buscando apoyo.
Begoña se quedó callada, aunque por dentro su corazón se encogía. Llevaba su mejor ropa, simple pero impecable, la única adecuada para una ocasión tan importante.
Algunos viajeros asintieron a Vicente, pero la abuela alzó la mano, cansada de tanto alboroto, y dijo:
—De acuerdo… Si hay sitio en clase turista, me traslado allí. He ahorrado toda mi vida para este vuelo y no quiero ser un estorbo…
Resulta que Begoña nunca había volado. El trayecto de Vigo a Madrid había sido una odisea: pasillos interminables, terminales bulliciosas, esperas eternas. Incluso un empleado del aeropuerto la acompañó para que no se perdiera.
Ahora, con solo unas cuantas horas para cumplir su sueño, tuvo que enfrentarse a una humillación inesperada.
La azafata, sin perder la compostura, le respondió:
—Disculpe, señora, usted ha pagado su billete y tiene todo el derecho de estar aquí. No deje que nadie le haga sentir menos.
Miró fijamente a Vicente y añadió, con frialdad:
—Si no se calma, llamo a seguridad.
Él se quedó en silencio, tembloroso.
El avión se elevó y, en su emoción, Begoña dejó caer su bolso. Entonces, sin decir una palabra, Vicente se agachó y le ayudó a recoger sus cosas. Al devolverle el bolso, su mirada se detuvo en un colgante de piedra roja.
—Bonito colgante —comentó—. Rubí, ¿no? Conozco un poco de antigüedades, y eso no es nada barato.
Begoña sonrió y explicó:
—No sé cuánto vale… Mi padre se lo dio a mi madre antes de irse a la guerra. Nunca volvió. Mi madre me lo entregó cuando cumplí diez años.
Abrió el colgante y mostró dos fotos antiguas: una pareja joven y un niño sonriendo.
—Son mis padres —dijo con voz tierna—. Y aquí está mi hijo.
—¿Vuela con ella? —preguntó cauteloso Vicente.
—No —respondió Begoña, bajando la cabeza—. Lo dejé en un orfanato cuando era un bebé. Ni marido ni trabajo tenía entonces, y no podía darle una vida digna. Hace poco descubrí, con una prueba de ADN, quién era. Le escribí… pero me respondió que no quería conocerme. Hoy es su cumpleaños y quería estar cerca, aunque sea un minuto.
Vicente se quedó boquiabierto.
—Entonces, ¿para qué el vuelo?
La anciana esbozó una tenue sonrisa, con una pizca de amargura en los ojos:
—Él es el comandante de la unidad. Es la única forma de acercarme a él, aunque sea para mirarlo un segundo.
Vicente se quedó callado, abrumado por la vergüenza, y bajó la vista.
La azafata, tras escuchar todo, se retiró discretamente a la cabina del piloto.
Pocos minutos después, la voz del comandante resonó en la cabina:
—Queridos pasajeros, pronto iniciaremos el descenso al aeropuerto de Barajas. Pero antes quiero dirigirme a una pasajera muy especial a bordo. Madre… por favor, quédese después del aterrizaje. Quiero verla.
Begoña se quedó paralizada, las lágrimas corrían por su rostro. El silencio se apoderó del avión y, de repente, alguien empezó a aplaudir mientras otros sonreían entre lágrimas.
Al tocar tierra, el comandante rompió el protocolo: salió corriendo de la cabina, sin secarse las lágrimas, y se lanzó a abrazar a Begoña como si quisiera recuperar los años perdidos.
—Gracias, madre, por todo lo que ha hecho por mí —susurró, estrechándola contra su pecho.
Begoña, entre sollozos, respondió:
—No hay nada que perdonar. Siempre te he querido…
Vicente, al margen, bajó la cabeza, avergonzado. Comprendió que, tras la ropa sencilla y las arrugas, había una historia de sacrificio y amor inmenso.
No fue solo un vuelo. Fue el encuentro de dos corazones que el tiempo había separado, pero que al fin se volvieron a encontrar. ¡qué cosas!