En la clase de negocios reinaba una atmósfera tensa. Los pasajeros lanzaban miradas hostiles a la anciana al tomar su asiento. Sin embargo, el capitán del avión se dirigió a ella al final del vuelo.

En la clase ejecutiva el ambiente estaba tenso. Los pasajeros lanzaban miradas hostiles a la anciana que, al tomar su asiento, se encontró bajo la mira de todos. Sin embargo, el capitán del avión, pese a la incomodidad, le dirigió la palabra al final del vuelo.

Yo, como asistente de vuelo, observaba cómo Almudena, una mujer de ochenta y cinco años, se instalaba con nerviosismo en su butaca. De inmediato estalló una discusión.

—¡No me siento a su lado! —exclamó a pleno pulmón un hombre de unos cuarenta años, con la mirada fulminante, midiendo la ropa sencilla de Almudena mientras se dirigía a la auxiliar.

Ese caballero se llamaba Víctor Serrano. No escatimaba en mostrar su desdén.

—Disculpe, señor, pero ese asiento está reservado para la pasajera. No podemos cambiarlo —respondí con calma, aunque Víctor seguía escud?ilo con la mirada.

—Estos asientos son demasiado caros para gente como ella —se burló, mirando a su alrededor como buscando cómplices.

Almudena guardó silencio, aunque por dentro su corazón se apretaba. Llevaba su mejor ropa: simple, pero bien cuidada, la única adecuada para una ocasión tan importante.

Algunos pasajeros asintieron a Víctor, mientras otros intercambiaban miradas incrédulas. Entonces la anciana alzó la mano, cansada de aguantar, y habló:

—Muy bien… Si hay sitio en clase turista, me mudaré allí. He ahorrado toda mi vida para este vuelo y no quiero ser un estorbo para nadie…

Almudena había tomado el avión por primera vez. El trayecto desde Valencia a Madrid se había convertido en una odisea: pasillos interminables, la prisa de los terminales y esperas que parecían no acabar. Incluso un empleado del aeropuerto la acompañó para que no se perdiera.

Ahora, con sólo unas horas para cumplir su sueño, debía afrontar la humillación.

Yo, sin embargo, mantuve la firmeza:

—Señora, usted pagó el billete y tiene todo el derecho. No permita que nadie le haga sentir inferior.

Dirigiéndome con severidad a Víctor, añadí en tono frío:

—Si no se calma, llamaré a seguridad.

Él se quedó enmudecido, con el pecho agitado.

El avión despegó. En su entusiasmo, Almudena dejó caer su bolso, pero Víctor, sin decir palabra, se agachó a ayudarla a recoger sus cosas.

Al devolverle el bolso, su mirada se posó en un medallón engastado con una piedra rojo sangre.

—Bonito medallón —comentó—. Parece rubí. Conozco un poco de antigüedades; no es barato.

Almudena sonrió.

—No sé cuánto vale… Mi padre se lo regaló a mi madre antes de ir a la guerra. Nunca volvió. Mi madre me lo dio cuando tenía diez años.

Abrió el medallón y sacó dos fotografías antiguas: una de una joven pareja y otra de un niño pequeño sonriendo al mundo.

—Son mis padres —dijo con suavidad—. Y aquí está mi hijo.

—¿Vuela con él? —preguntó Víctor con cautela.

—No —respondió la anciana, bajando la cabeza—. Lo entregué a un orfanato cuando era un bebé. En ese entonces ni esposo ni trabajo tenía. No podía ofrecerle una vida digna. Hace poco descubrí su ADN y le escribí… Me respondió que no quería reconocerme. Hoy es su cumpleaños y sólo quería estar a su lado, aunque fuera por un minuto.

Víctor quedó sorprendido.

—¿Entonces por qué viaja?

Almudena esbozó una leve sonrisa, y en sus ojos brilló la amargura:

—Él es el comandante del vuelo. Es la única manera de acercarme a él, aunque sea un vistazo.

Víctor guardó silencio, la vergüenza lo invadió y bajó la mirada.

Tras escuchar todo, la auxiliar se retiró discretamente a la cabina del piloto. Unos minutos después, la voz del comandante resonó en la cabina:

—Estimados pasajeros, pronto iniciaremos el descenso en el Aeropuerto de Barajas. Pero antes quiero dirigirme a una mujer muy especial a bordo. Madre… por favor, permanezca después del aterrizaje. Quiero verla.

Almudena se quedó paralizada, las lágrimas corrían por su rostro. Unos pasajeros aplaudieron tímidamente, otros sonrieron entre sollozos.

Cuando el avión tocó tierra, el comandante quebrantó el protocolo: salió apresuradamente de la cabina y, sin secarse las lágrimas, corrió hacia Almudena. La abrazó con tal fuerza que parecía intentar recuperar los años perdidos.

—Gracias, madre, por todo lo que ha hecho por mí —susurró, apretándola contra su pecho.

Almudena sollozó:

—No tienes nada que perdonar. Siempre te he querido…

Víctor dio un paso al costado, inclina la cabeza y sintió la vergüenza de haber juzgado. Comprendió que tras la ropa sencilla y las arrugas se ocultaba una historia de sacrificio y amor.

No fue sólo un vuelo. Fue el encuentro de dos corazones que el tiempo había separado, pero que el destino logró reencontrar.

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En la clase de negocios reinaba una atmósfera tensa. Los pasajeros lanzaban miradas hostiles a la anciana al tomar su asiento. Sin embargo, el capitán del avión se dirigió a ella al final del vuelo.