En enero, a Luisa Martínez le llegó la menopausia. Al principio, el suceso no trajo mayores complicaciones. No sufrió sofocos repentinos, sudores nocturnos, taquicardias ni migrañas. Simplemente cesó su ciclo menstrual: ¡adiós juventud, hola vejez!
No acudió al médico; había leído tanto y escuchado tantas experiencias de sus amigas que creía dominar el tema. «Tienes suerte, Luisa —le decían—. ¡Qué ligera llevas el cambio!». Pero como si le hubieran echado mal de ojo, pronto comenzaron las rarezas. Sabía que eran alteraciones hormonales, pero el cuerpo no perdonaba: cambios de humor sin motivo, vértigos, una fatura que le pesaba como plomo.
Cada vez le costaba más agacharse para jugar con su nieta Lucía, perdió el apetito y la espalda le dolía de forma distinta. Las mañanas la encontraban con el rostro hinchado; las tardes, con las piernas como globos. Durante un tiempo ignoró los síntomas, hasta que sus nueras sonaron la alarma: «Madre, está pálida y decaída. Vaya al médico, hágase una ecografía. ¡Esto es serio!».
Luisa callaba. La sospecha de que algo andaba mal ya anidaba en su pecho. Luego vino el dolor en el pecho, ardiente como brasas, y esa tirantez en el bajo vientre que la desvelaba. Noches enteras, mientras su marido Javier roncaba, yacía boca arriba mirando al techo, llorando en silencio.
¡No quería morir! Solo tenía cincuenta y dos años, ni siquiera jubilada. Con Javier buscaban una casita en la sierra para retirarse. Sus hijos prosperaban en sus trabajos, las nueras eran respetuosas —hasta le teñían las canas y la asesoraban para disimular los kilos de más—. Lucía, su joya, empezaría primaria en otoño: patinaba en el club de flamenco, dibujaba como una artista y ya tejía gorros gracias a ella.
La vida se le escurría como arena. Apenas había casado al menor, ¡y ahora esto! Las lágrimas ardientes mojaban la almohada. Por las mañanas, ojeras violáceas enmarcaban su rostro demacrado.
***
La primavera y el verano pasaron a cuestas. En otoño, empeoró: ahogos, dolores lumbares insoportables, un vientre que latía como herido. Finalmente, Luisa pidió cita médica y confesó su agonía a Javier.
En el centro de salud la acompañó casi toda la familia. Javier y el hijo mayor esperaron en el coche; las nueras, en la sala. Subir a la camilla fue un suplicio. La doctora, fría como mármol, interrogó: fecha de la última regla, síntomas, antecedentes. Mientras rellenaba formularios, Luisa tiritaba bajo la sábana de papel.
El examen fue minucioso. La médica frunció el ceño, llamó por teléfono: «¿Oncología? Paciente grave. Cincuenta y dos años, primera consulta… Sí, metástasis avanzada. No localizo el útero». Luisa, temblorosa, escuchó entre sollozos. Al vestirse, un dolor voraz le retorció las entrañas.
—¿Vino sola? —preguntó la doctora.
—No… Mi familia está fuera —murmuró Luisa, apoyada en el marco.
Las nueras entraron al verla desplomarse. Órdenes urgentes: «¡Al hospital, oncología, planta dos!». En el coche, Javier enjugaba lágrimas con la mano. Las nueras sujetaban a Luisa, que gritaba entre oleadas de dolor. En los intervalos, miraba por la ventana: hojas doradas danzaban en el aire. Se despedía mentalmente de todos. ¿Quién acompañaría a Lucía al colegio?
***
En el hospital, la atendieron al instante. La familia, acurrucada junto a una ventana, vio entrar médicos corriendo. Una enfermera escarlata pasó con una camilla. Javier se cubrió el rostro; las nueras buscaron ansiolíticos en sus bolsos.
De repente, la puerta se abrió. Luisa yacía bajo una sábana, rodeada de personal sudoroso. Javier forcejeó: «¡Soy su marido! ¡Déjenme despedirme!». Una matrona lo contuvo: «¡Abuelo, no estorbe! Está de parto. ¡La cabeza asoma!».
***
En la sala, dos mujeres gritaban: Luisa y una universitaria. Un profesor circulaba entre ambas.
—¿Por qué sufrimos? —preguntó durante una pausa.
—Por el maldito botellón —gimió la joven.
—¿Y tú, madre? —le palmoteó el muslo a Luisa.
—Por amor… —susurró ella—. Celebrábamos mi cumpleaños… Cincuenta y dos…
—Menudo festejo —ironizó él—. ¿Nunca lo sospechaste?
—¡Jamás! Creí que era cáncer… ¡Qué vergüenza! ¡Soy abuela!
—Cáncer no, descuido —refunfuñó el médico—. A pujar. ¡Tu «error» quiere nacer!
***
La matrona salió radiante:
—¿Familia de Luisa Martínez?
—Sí —avanzaron al unísono.
—Felicidades. Niño: tres kilos quinientos, cincuenta y un centímetros. ¡Prepárense para festejar, abuelo! Casi se nos va… ¿Para qué la trajeron a oncología? —musitó, alejándose—. ¡Milagros de la vida!