En el hormiguero vivía una pequeña hormiga. No era la más fuerte, la más ágil ni la más lista, pero tenía una cualidad que la distinguía de las demás: no podía pasar por alto el dolor ajeno.

En el hormiguero de la sierra de Guadarrama vivía una hormiguita llamada María. No era la más fuerte, la más ágil ni la más lista, pero sí tenía una cualidad que la distinguía de sus compañeras: no podía pasar de largo ante el dolor ajeno.

Si algún colega se cansaba y no lograba llevar el grano, ella le echaba una mano. Si alguien tropezaba, lo levantaba. Cuando la lluvia arruinaba los túneles, ella era la primera en ponerse a repararlos. Con el tiempo, las demás hormigas se fueron acostumbrando a su presencia constante: el grano que caía, María lo recogía; si quedaba algo sin terminar, ella lo terminaba; si alguien se agotaba, le ponía el hombro.

Nadie le preguntó jamás: «¿Y tú, pequeña, no estás ya cansada?». Día a día trabajaba no solo por sí, sino también asumiendo todo lo que los demás no podían. ¿Descansar? Ni hablar. En voz baja se decía: «Un poquito más, que lo importante es que a los demás les sea más fácil».

Y de repente notó que sus patitas temblaban, la espalda le dolía y el grano se hacía más pesado que nunca. ¿Cómo iba a sostener el hormiguero ahora? Uno le pidió ayuda y ella la dio; otro apretó los dientes y aceptó; el tercero, con una sonrisa, le dijo: «Siempre encuentras tiempo», y ella, como siempre, no dijo que no.

Entonces ocurrió lo que ella jamás había previsto: se desplomó bajo el peso de tantos problemas ajenos. Por su paso corrían otras hormigas sin darse cuenta, seguras de que «pronto se levantará». Pero los días pasaban, los granos se acumulaban, los túneles se derrumbaban y el hombro que siempre estaba allí desapareció.

Entonces las hormigas empezaron a comprender que María hacía mucho más de lo que imaginaban. La buscaron, pero no la hallaron. Sólo el viejo hormiguero que vivía al borde del hormiguero, con la voz cansada, suspiró:

—Se ha ido. Se dio cuenta de que su trabajo no se valoraba mientras estaba.

—¡Pero por qué no nos lo dijo! —se quejaron las demás.

—¿Alguna vez le preguntaste cómo estaba? —repuso el viejo.

El hormiguero quedó en silencio. Todas entendieron que su ayudante siempre había estado cerca, pero cuando ella necesitó apoyo, nadie lo notó.

Moral: en cualquier equipo hay personas que cargan más que el resto. Ayudan en silencio, dicen «sí» cuando están al borde, ponen el hombro y no piden nada a cambio. Pero cuando desaparecen, entonces todos se dan cuenta de lo invaluables que eran. La cuestión es: ¿lo percibiréis a tiempo? ¿Volverán si se van?

Si en tu vida hay alguien así, no te quedes callado. Pregunta hoy mismo: «¿Te resulta pesado? ¿En qué puedo echarte una mano?». A veces, una sola pregunta basta para cambiarlo todo.

Datos útiles para recordar:

—Las personas discretas suelen ser las que más aportan. No hablan de sus logros, pero su trabajo es la base de todo.
—El agotamiento emocional llega sin avisar. Quien siempre lleva más que los demás parece fuerte, hasta que se desploma.
—El agradecimiento es combustible. Un simple «gracias» o reconocer el esfuerzo puede ser el impulso que necesita.
—La carga recae más en quien no sabe decir que no. Ese papel de «siempre disponible» es un riesgo constante.
—Un equipo solo es fuerte cuando la carga se reparte equitativamente. Si uno lleva todo, tarde o temprano todo se derrumba.
—Preguntar «¿Cómo estás?» tiene poder terapéutico: muestra que la ves, que la valoras, que no está sola.
—Ayudar es un regalo, no un contrato. Ese regalo merece respeto.

Lo esencial: si tienes a tu «María»—esa persona que siempre está ahí—hazle saber que la ves. Si no, un día despertarás sin esa ayuda silenciosa en la que todos confiaban.

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MagistrUm
En el hormiguero vivía una pequeña hormiga. No era la más fuerte, la más ágil ni la más lista, pero tenía una cualidad que la distinguía de las demás: no podía pasar por alto el dolor ajeno.