En el día de nuestra boda de oro, mi esposo confesó que había amado a otra mujer toda su vida

El día de nuestra boda de oro, mi marido confesó que había amado a otra mujer toda su vida.

¡No esa, Miguel, no esa! ¡Te lo he dicho mil veces!

Isabel García agitó la mano con irritación hacia el viejo tocadiscos. Miguel, su marido, encogió los hombros con culpa y volvió a hojear los discos apilados con cuidado en el cómoda tallada.

¿Cuál entonces? ¿Esta? ¿”La copla de la soledad”? preguntó con duda.

¡Qué va a ser “La copla de la soledad”! ¡”Romance de la luna, luna” te he pedido! Los niños llegarán pronto, los invitados se reunirán, y aquí estamos, en un silencio de cementerio. ¡Que es nuestra boda de oro, por Dios! ¡Cincuenta años! ¿Es que no lo entiendes?

Miguel suspiró, sus hombros encorvados se hundieron aún más. Siempre había sido un hombre de pocas palabras, y con los años se había vuelto más callado. Isabel se había acostumbrado a su silencio, a esa mirada ausente que parecía atravesarla, traspasar las paredes de su acogedor piso en Madrid. Lo atribuía al cansancio, a la edad, al carácter. Cincuenta años no eran poca cosa. Uno se acostumbra a todo.

Por fin, la melodía familiar comenzó a sonar. Isabel se suavizó al instante, alisó los pliegues de su vestido nuevo, color champán, regalo de su hija Marta. El aroma de pasteles y vainilla llenó la habitación. En la mesa redonda, cubierta con un mantel blanco, ya estaban dispuestas las ensaladeras y las copas de cristal brillaban bajo el sol del atardecer. Todo estaba listo para la fiesta. Su fiesta.

Así está mejor refunfuñó más por costumbre que por enfado. Y ponte la camisa buena, no vayas a dar pena a los nietos.

Él asintió en silencio y salió de la habitación. Isabel se quedó sola. Observó los frutos de su esfuerzo: el parqué reluciente, las cortinas almidonadas, las fotos enmarcadas en las paredes. Ahí estaban ellos, jóvenes, en una foto en blanco y negro de su boda. Ella, delgada, sonriente, con una corona de margaritas en el pelo. Él, serio, con traje, mirando fijamente a la cámara. Más allá, una foto con su hijo, el pequeño Javier en brazos. Y otra con los cuatro, con Javier y Marta ya crecidos, en la playa de Málaga. Toda una vida. Cincuenta años.

Le parecía que había sido ayer. Ella, una chica de ciudad, llegando a un pueblo pequeño por trabajo, conociéndolo a él, un ingeniero local, callado y algo torpe. Nunca dijo palabras bonitas, nunca le regaló rosas. Simplemente estuvo ahí. Arreglándole el grifo que goteaba, recogiéndola del trabajo en plena nevada, trayéndole tarros de aceitunas de su madre. Su firmeza y constancia la conquistaron más que cualquier gesto romántico. Y cuando él le propuso matrimonio, ella aceptó sin dudar.

El timbre de la puerta interrumpió sus recuerdos. En el umbral estaban los niños con ramos de flores y los nietos alborotados. La casa se llenó de risas, conversaciones y bullicio. Javier, su hijo serio, ahora médico, les entregó con timidez unos billetes para un balneario en Granada. Marta, su hija habladora, leyó con lágrimas un poema que había escrito para ellos. Los nietos les regalaron sus dibujos torpes.

Isabel brillaba. Sentada a la cabecera de la mesa, junto a Miguel, se sentía una reina. Su vida había sido un éxito. Un marido maravilloso, hijos increíbles, un hogar lleno de amor. ¿Qué más podía pedir? Miró a Miguel con cariño. Él estaba sentado recto, con su mejor camisa, sonriendo. Pero su sonrisa era forzada, y sus ojos, una vez más, miraban hacia algún lugar lejano.

La velada pasó volando. Los invitados se fueron, los hijos, después de acostar a los nietos, también se marcharon. El silencio volvió a reinar en el piso. Solo sonaba la música del tocadiscos.

Ha estado bien, ¿verdad? dijo Isabel mientras recogía los platos. Los niños son un encanto. Y los nietos

Miguel no respondió. Estaba junto a la ventana, contemplando la ciudad nocturna. Isabel se acercó y le rodeó los hombros con un brazo.

¿Qué te pasa, Miguel? ¿Estás cansado?

Se estremeció al sentir su contacto, se volvió lentamente. A la tenue luz de la lámpara, su rostro le pareció extraño, consumido.

Isabel empezó en voz baja, temblorosa. Isabel, tengo que

¿Qué ocurre? se alarmó. ¿Te duele algo? ¿La tensión?

No negó con la cabeza. Tengo que decírtelo. No puedo seguir cargando con esto. Cincuenta años es demasiado tiempo.

Isabel se quedó paralizada, las manos caídas. Un presentimiento helado le recorrió el pecho.

¿Decirme qué, Miguel? No me asustes.

Respiró hondo, apartó la mirada. Sus manos jugueteaban nerviosas con el mantel.

El día de nuestra boda de oro quizá sea el momento adecuado. Para que al menos una vez en la vida, todo sea sincero.

Calló, reuniendo valor. La habitación quedó sumida en un silencio que solo rompía el tic-tac del reloj.

He amado a otra mujer toda mi vida, Isabel.

Las palabras cayeron en el silencio como piedras en un pozo profundo. Isabel lo miró sin entender. Le pareció que había oído mal. No podía ser. Era una broma cruel, absurda.

¿Qué? susurró. ¿A quién?

A Lidia exhaló él, y ese nombre, pronunciado con una ternura escondida, le quemó más que una bofetada. Lidia Morales. ¿La recuerdas? Fuimos compañeros en el colegio.

Lidia Morales. Claro que la recordaba. Una chica vivaracha, de risa contagiosa, con una trenza gruesa y hoyuelos en las mejillas. La más guapa de la escuela. Todos los chicos suspiraban por ella. Pero se casó con un militar y se fue del pueblo al terminar el instituto. Isabel apenas la había vuelto a ver.

Pero eso fue en el colegio balbuceó, aferrándose a esa idea como un náufrago a un cabo. Un enamoramiento de juventud

No, Isabel sonrió amargamente. No fue eso. Iba a pedirle que se casara conmigo al volver del servicio militar. Le escribía cartas. Y cuando regresé ya estaba casada. Un mes después se marchó con su marido a Canarias.

Mientras hablaba, el mundo de Isabel se desmoronaba. Cincuenta años de felicidad familiar se reducían a una gran mentira.

¿Por qué por qué te casaste conmigo entonces? su voz se quebró. Lágrimas que no había sentido empezaron a rodar por sus mejillas.

Estaba destrozado hablaba en voz baja, como para sí mismo. Mi madre me decía: «Deja de lamentarte, la vida sigue. Mira a Isabel, qué buena chica. Inteligente, decente». Y pensé ¿por qué no? Tú eras buena. Correcta. Creí que el cariño llegaría con el tiempo. Pensé que la olvidaría.

¿Y qué? ¿La olvidaste? gritó, con una mezcla de dolor, rabia y amargura.

Miguel calló. Y ese silencio fue más terrible que cualquier respuesta.

Isabel retrocedió

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En el día de nuestra boda de oro, mi esposo confesó que había amado a otra mujer toda su vida