**16 de junio, 2024**
Hoy cumplía años mi marido, y mi hijo me sorprendió con una petición inesperada. “Mamá, por favor”, insistió Pablo. “Les prometí a mis amigos que llevarías la manta y los refrescos. Y también esas magdalenas de caramelo y chocolate que haces tan ricas”.
No pude negarme. Así que, como la buena madre que soy, me puse a buscar en el trastero. Maletas viejas, cables enredados, ventiladores rotos de veranos pasados. Y entonces, escondida en un rincón, la vi: una caja negra, elegante, cuadrada, guardada como un secreto.
No suelo ser curiosa, pero esta vez no pude evitarlo. La saqué, me senté en el suelo y levanté la tapa con cuidado. Se me cortó la respiración.
Dentro había una falda de satén, de un morado intenso, suave como un susurro, con bordados delicados en el dobladillo. Sofisticada. Hermosa. Y familiar.
Se la había señalado a Javier mi marido unos meses antes, mientras paseábamos por el centro. “Demasiado extravagante”, había dicho yo al verla en el escaparate, pero en el fondo esperaba que la recordara. “Te mereces algo lujoso de vez en cuando”, me contestó con una risa.
Al ver la falda, doblada con cuidado y guardada en esa caja, lo supe: tenía que ser mi regalo de cumpleaños. Una calma dulce me invadió. Quizá todavía estábamos bien.
No quise arruinar la sorpresa, así que cerré la caja, la devolví a su sitio y le di a Pablo una manta vieja. Incluso compré una blusa que hiciera juego con la falda y la guardé en el cajón, esperando el momento adecuado.
Llegó mi cumpleaños. La familia se reunió. Javier me entregó un regalo envuelto con una sonrisa de niño. Eran libros: una pila de novelas escogidas con cariño, pero ni rastro de la falda. Ni una palabra sobre ella.
Esperé. Quizá la guardaba para una cena especial, un momento solo para nosotros. Ese momento nunca llegó.
Días después, volví al armario para comprobarlo. Pero la caja había desaparecido. Sin dejar rastro. No dije nada. No quería ser esa esposa que desconfía, que saca conclusiones.
La esperanza nos sostiene, incluso cuando sabemos la verdad.
Pasaron tres meses. Nada de la falda. Nada de palabras. Solo silencio.
Hasta que una tarde, mientras preparaba magdalenas de limón para un pedido de boda, Pablo entró en la cocina. Sus ojos estaban inquietos, sus hombros tensos.
“Mamá”, me dijo en voz baja. “Tengo que contarte algo. Sobre esa falda”.
Dejé la espátula sobre la mesa.
“Yo vi cuando papá la compró”, continuó. “Fuimos al centro comercial por mis botas de fútbol, y me dijo que esperara fuera. Dijo que tenía que recoger algo”.
Sentí un nudo en el estómago.
“Luego, otro día”, siguió, “me salté unas clases. Volví a casa antes para coger el monopatín pero oí voces arriba. Pensé que erais tú y papá”.
Hizo una pausa, tragando saliva.
“Pero tú nunca estás en casa a esa hora. Me asusté. Me escondí debajo de la cama”.
El corazón se me encogió por él.
“Se reía, mamá. No eras tú. Vi sus piernas. Llevaba la falda”.
Me quedé helada, la habitación girando lentamente a mi alrededor.
Entonces lo abracé fuerte.
Ningún niño debería cargar con un secreto así.
Días después, organicé la fiesta de cumpleaños de Javier. Cociné, limpié, sonreí. Me puse un vestido azul marino y pintalabios rojo. Me calcé esos zapatos que siempre me arrepiento de llevar. E interpreté el papel: la esposa elegante, la anfitriona encantadora, el pilar inquebrantable.
Por dentro, me desmoronaba.
La fiesta estaba llena de risas y música, hasta que Pablo me tiró de la manga.
“Mamá”, susurró, con los ojos muy abiertos. “Es ella. La falda. La lleva puesta”.
Seguí su mirada.
Lucía.
La asistente de Javier. Estaba junto a la mesa de los vinos, radiante, segura de sí misma, con esa falda morada de satén, imposible de confundir.
La falda que él había escondido.
La falda que creí que era para mí.
Estaba al lado de su marido, Antonio, con una copa en la mano, sonriendo.
Tomé una bandeja de canapés y me acerqué a ellos con una sonrisa.
“Lucía, ¡qué bien te queda esa falda! ¿Dónde la compraste?”.
Parpadeó, sorprendida. “Oh gracias. Fue un regalo”.
“Qué detalle”, dije dulcemente. “Qué curioso, yo tenía una igual. La encontré un día en casa. Y luego desapareció”.
Su sonrisa se desvaneció.
Al otro lado de la habitación, Javier nos observaba, pálido.
“¡Antonio!”, lo llamé. “¡Ven aquí! Estábamos admirando la falda de Lucía. ¡Tú también, Javier!”.
Los cuatro quedamos en círculo. La mano de Lucía temblaba alrededor de la copa. Antonio parecía confundido. Javier estaba destrozado.
“Me encantaba esa falda”, dije en voz baja. “Creí que era para mí. Pero ahora veo que era para otra”.
Javier tosió. “Se la regalé a Lucía. Como bonus. Por su excelente trabajo”.
“Qué considerado”, contesté, tranquila. “¿Por su desempeño en la oficina o por sus visitas a nuestro dormitorio en la hora de comer?”.
Silencio.
Antonio se apartó de Lucía. Sus ojos se llenaron de vergüenza, y yo me quedé allí, sabiendo que, a partir de ese momento, mi vida solo sería mía.
**Lección aprendida:** A veces, la verdad duele más cuando la ves con tus propios ojos. Pero solo así puedes empezar de nuevo.





