En el Crepúsculo de la Vida

“—Abuela, mañana no podremos ir a tu cumpleaños, perdónanos— llamó Antonio, el marido de la nieta Lucía, la noche anterior.

—Antoñito, ¿qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó preocupada Esperanza Ignacia.

—Abuela, es que acabo de llevar a Lucia al hospital. No pudo esperar a tu cumpleaños y decidió adelantarte el regalo, aunque aún no ha dado a luz. Te llamo desde el hospital —explicó Antonio, con una mezcla de nervios y alegría en la voz.

—Dios mío, Antoñito, ¡qué alegría! Me asustaste, llamando a estas horas, nunca me llamáis tan tarde. Bueno, gracias por avisarme. Rezaré para que todo salga bien con Lucía y mi nieto. Llámame cuando nazca, aunque sea de madrugada, no podré dormir.

—Vale, abuela, te llamaré.

Dos horas después, Antonio volvió a llamar, esta vez radiante:

—Abuela, aquí tienes tu regalo de cumpleaños: tu nieto Jaime. Lucía está bien. Así que celebra tu aniversario sin nosotros.

—Gracias, Antoñito, por Jaime y por avisarme. Dale un beso fuerte a Lucía, es una campeona.

Esperanza Ignacia cumplía sesenta y cinco años. No habría muchos invitados. Solo su otra hija, con su marido y su hijo, otro nieto de Esperanza. Y sus amigas de toda la vida, Carmen y Sofía, con quienes trabajó durante años. Desde jóvenes, inseparables.

Hace siete años, Esperanza enterró a su marido, Francisco. Vivieron felices, pero la vida quiso llevárselo antes de tiempo. Aún tenían muchos sueños por cumplir. Un infarto, ni siquiera había llegado a jubilarse. Criaron a su hija Marta, la sacaron adelante en la universidad, y ahora vivía con su marido en la ciudad.

Esperanza y Francisco vivían en un pueblo grande, con una fábrica enorme donde casi todos trabajaban. Ellos también. Allí se conocieron. Él era un joven ingeniero, guapo y alto. La vio en el comedor, una chica risueña y bonita. Al salir, la detuvo:

—Oye, ¿nos presentamos? Soy Francisco, aunque me dicen Paco o Curro, como prefieras —sonrió, mostrando sus dientes blancos.

—Esperanza —contestó ella, bajando la vista para ocultar el rubor. Ya le gustó.

—Qué nombre más bonito. ¿Te espero esta tarde aquí, si no te importa?

—Vale, no me importa —dijo, y siguió a su amiga.

Por la tarde, Paco ya la esperaba.

—¿Qué tal si vamos al cine? O a pasear por el parque.

—Mejor a pasear. En el cine no se puede hablar —rió ella.

—¿Y tú en qué trabajas? —preguntó él.

—En el departamento de economía, pero hace poco. Acabé la carrera. ¿Y tú?

—También soy nuevo. Ingeniero, recién salido de la Politécnica. Vengo a trabajar aquí. Mis padres viven en un pueblo lejano, pero yo preferí quedarme. ¿Y tú eres de aquí?

—Sí, vivimos en esa casa de allí. Mi padre es albañil, se hizo la casa él mismo. Aunque le ofrecieron un piso, él quería su hogar.

Desde entonces, no se separaron. Él la visitó en casa, llevando flores para su madre y una botella de buen vino para su padre.

—Hola, soy Francisco. Trabajo con Esperanza —saludó al entrar.

—Encantados —dijeron los padres, ya avisados.

—No hacía falta gastarte tanto —dijo la madre.

—¿Y cómo voy a venir de vacío? —sonrió él.

Le cayeron bien. Hablaron como si se conocieran de toda la vida. Paco contó de sus padres y hermanos. Al irse, Esperanza lo acompañó a la puerta.

—Tus padres son encantadores —dijo él.

—Les gustaste. Mi padre ya te invitó a volver —rió ella.

Poco después, se casaron. Sus padres les dieron una boda preciosa. Los suyos llegaron del pueblo con quesos, embutidos y miel.

—¿Pero para tanto? —se sorprendió la madre de Esperanza.

—Ahora sois más en casa —sonrió la suegra—. Los hombres comen mucho.

Vivieron juntos en la casa familiar, hasta que los padres de Esperanza fallecieron. Luego, la tragedia: Paco se fue también.

Al principio, Esperanza lloraba cada día. Con el tiempo, el dolor se suavizó, pero la echaba de menos.

En su cumpleaños, celebró con poca gente. Su hija se fue pronto. Lo entendía; lo importante era que estuvieran bien.

Al despedir a sus amigas, vio un coche viecho, un Seat 600, y a un hombre arreglando el motor con una linterna.

—Disculpe, ¿me ayuda a sostener esto? Solo tengo dos manos —pidió él.

—Claro —dijo Esperanza, acercándose.

Pero el coche no arrancó.

—Gracias, pero tendré que dormir aquí —suspiró él.

Ella lo pensó un momento y volvió.

—No puede ser. Venga, pase la noche en casa.

El hombre, Agustín, aceptó. Al ver la mesa llena, preguntó:

—¿Tuviste visita?

—Sí, hoy es mi cumpleaños.

—¡Espere! —dijo, y salió.

Volvió con una jarra de miel.

—Para la cumpleañera.

Comieron, rieron y charlaron hasta tarde. A la mañana siguiente, él se había ido. Solo quedaba la miel.

Pero al mediodía, llamaron a la puerta. Agustín estaba allí, con flores y una botella de cava.

—No podía irme sin felicitarte como se merece.

Tres años después, viven juntos. Agustín tiene un colmenar cerca, en el pueblo de su amigo Roberto. Ahora van juntos.

Esperanza nunca pensó que, a su edad, podría enamorarse otra vez. Pero la vida le dio una segunda oportunidad. Y es feliz.

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En el Crepúsculo de la Vida