Querido diario,
Hoy, en el balneario de la Costa Cantábrica, me animé a asistir a la noche de baile que organizaban para los huéspedes. No tenía ninguna intención de buscar aventuras románticas; solo quería escaparme del bullicio cotidiano, dejarme llevar por la música en vivo y moverme un poco al compás.
El salón estaba repleto de gente, el ruido se mezclaba con el sonido del saxofón y yo, vestida con un ligero vestido de verano, me sentía como una adolescente en la primera fiesta escolar. De repente, sentí una mano sobre mi hombro.
¿Te gustaría bailar? se escuchó una voz masculina. Me giré, sonriendo, dispuesta a compartir un baile con un desconocido. Pero no era un desconocido. Reconocí un rostro que no veía desde hace más de cuarenta años y, como si el tiempo se detuviera, mi corazón se aceleró.
Era Pedro, mi primer chico de la época del instituto, aquel que me escribía poemas en los márgenes de los cuadernos y me acompañaba a casa después de clase.
¿Pedro? susurré, sin poder creerlo. Él me devolvió la sonrisa pícara que recordaba de aquellos días, cuando nos sentábamos juntos en la banca del patio.
¡Hola, Almudena! dijo como si nos hubiéramos visto ayer. ¿Bailas conmigo?
Nos encaminamos a la pista y la orquesta empezó a tocar un viejo swing. En el baile, parecía que nunca hubiéramos pasado esos años. Pedro recordaba cómo me gustaba que el compañero guiara con firmeza pero sin tirones. Volví a sentirme como una joven de dieciocho años, convencida de que la vida apenas comenzaba.
«Un encuentro después de cuarenta años no es pura coincidencia; es una oportunidad que puede cambiar la visión del pasado y del futuro».
En un receso, nos sentamos en una mesa en la esquina. El aire llevaba el tenue perfume de colonia y el leve calor de cuerpos cansados.
Pensé que nunca volvería a verte confesó él. Después de los exámenes finales todo se volvió un torbellino: estudios, trabajo, mudanzas Y ya han pasado cuarenta años.
Yo le conté sobre mi matrimonio, disuelto hace algunos años, y sobre mis hijos, cada uno con su propia vida. Pedro me habló de la pérdida de su esposa hace tres años y de lo duro que resultó adaptarse a la soledad. Mientras escuchaba, sentí que, a pesar del tiempo, seguíamos comunicándonos con el mismo lenguaje de guiños, bromas compartidas y miradas cálidas.
Cuando volvió a sonar la música, Pedro volvió a extender su mano.
¿Otro baile? preguntó. Así transcurrió la noche: baile tras baile, conversación tras conversación. Ambos sabíamos que un encuentro de este tipo en el balneario era mucho más que una simple coincidencia; era algo profundo.
Al final del baile subimos a la terraza. Sobre el mar se extendía una ligera neblina y los faros iluminaban la noche con una luz dorada y suave.
¿Sabes? Hace años te prometí que bailaríamos juntos a los sesenta dijo de pronto. Nunca lo creí posible.
Y ahora lo he cumplido sonrió, y yo me quedé paralizada, recordando aquella broma que habíamos compartido décadas atrás, que entonces parecía tan lejana e irreal.
En mi garganta se formó un nudo. Siempre pensé que los primeros amores son maravillosos precisamente porque terminan; si duraran, perderían su magia. Pero allí estaba Pedro, con la cabeza canosa y arrugas en los ojos, y descubrí al mismo chico que había sido.
Al regresar a mi habitación sentí el corazón latir como a los dieciocho. Comprendí que no era casualidad: el destino a veces concede una segunda oportunidad, no para repetir el pasado, sino para vivirlo de la manera correcta.
Una reunión plena de ternura y recuerdos.
Una comprensión del valor del pasado y del presente.
Una oportunidad de empezar algo nuevo, a pesar de los años.
Por eso, al día siguiente, cuando Pedro me invitó a pasear por la orilla, no dudé ni un instante. El sol apenas asomaba en el horizonte, tiñendo el agua de tonos dorados y rosados. La playa estaba casi desierta, solo algunas gaviotas sobrevolaban el agua y, a lo lejos, una pareja mayor recogía conchas.
Caminamos descalzos, dejando que las olas frías acariciaran nuestros pies. Pedro contó cómo, después de la escuela, el destino lo había llevado por distintos caminos, viajes que prometían felicidad pero que nunca le dieron lo que le brindaba su sonrisa de antaño. Yo escuchaba, sintiendo cómo cada palabra borraba los años de silencio entre nosotros.
De pronto, se detuvo, tomó una pequeña pieza de ámbar que había encontrado entre la arena y me la ofreció.
Cuando éramos niños, creía que el ámbar era un trozo de sol caído al mar sonrió. Que este sea tu amuleto.
Apreté la piedra en la mano y percibí su calor, aunque el mar debía haberla enfriado. Al mirar a Pedro, vi no solo al hombre que había llegado a ser, sino también al joven del instituto que una vez iluminó mi mundo.
La caminata duró varias horas, aunque parecieron minutos. Al volver, el viento despeinaba mi pelo y él, con la misma delicadeza de siempre, apartó una mechón de mi frente, gesto que recordaba de la adolescencia. Entonces entendí que no quería encasillar este encuentro como una aventura sentimental; quería darme una oportunidad real, consciente, libre de miedos al futuro.
Conclusión: la vida a veces nos brinda oportunidades que nos permiten mirar el pasado bajo una nueva luz y abrir la puerta a nuevos sentimientos sinceros, sin importar los años que nos separen.
Al atardecer, sentados en la veranda del balneario, contemplamos el crepúsculo. No hubo declaraciones estruendosas, solo el silencio que transmite confort y seguridad. Pedro apoyó su mano sobre la mía y susurró:
Quizá la vida realmente nos sonríe por segunda vez.
Por primera vez en mucho tiempo, creí en esas palabras.







