—¡Pero si estás todo el día en casa sin hacer nada!
—Mamá, ¿vamos a jugar con los coches? Lo habías prometido… — Insistió Lucas, de cinco años, asomándose a la cocina con los ojos llenos de esperanza.
María echó un vistazo a su hijo, luego a la montaña de platos sucios y al pollo crudo que aguardaba sobre la tabla de cortar. Respiró hondo. El niño seguía ahí, esperando una respuesta que no era ni pregunta ni súplica, sino ambas.
—Lucas, espera un poquito más, ¿vale? Mamá estará contigo pronto —susurró, como si no creyera en sus propias palabras.
—¡Siempre lo mismo! ¡Me lo dices y luego no vienes! ¡No quiero jugar solo! —Gritó el pequeño antes de correr a su habitación.
Los llantos de Lucas despertaron a Sofía, que empezó a berrear desde su cuna. María se desplomó en una silla, tapándose los oídos con las manos. Cerró los ojos un instante.
…Siempre había querido ser madre, y amaba a sus hijos con locura. Pero en ese momento, habría dado cualquier cosa por estar sola, lejos de tareas interminables: limpiar, cocinar, pañales, logopedia, paseos, baños, cenas, cuentos antes de dormir…
Otras mujeres vivían igual, pero la mayoría tenía ayuda: abuelos, maridos. La situación de María era distinta. Sus padres vivían a mil kilómetros, su suegra trabajaba y apenas tenía tiempo para los nietos. Y su esposo, Javier, llegaba a casa cuando los niños ya se acostaban. Cenaba, se sentaba frente al ordenador o la tele. Cero ayuda. Además, últimamente su relación era tensa, dolorosa…
—¡Mamááá! —La vocecita de Sofía retumbó en el pasillo.
—¡Voy, cariño! —María se levantó de un salto.
Después de atender a los niños y limpiar un poco, llevó a Lucas a su sesión de logopedia. Mientras tanto, paseó con Sofía por el parque.
Al caer la tarde, volvieron a casa. María bañó a los niños, les dio la cena. Ella solo se tomó un café rápido. Miró el pollo y decidió: *Hoy no*. En su lugar, cocinó raviolis para Javier.
Javier llegó pasadas las nueve, como siempre, de mal humor.
—¡Ya estoy aquí! ¿Nadie me recibe? —gritó desde la entrada.
—Javi, no grites, que Sofía está durmiendo —respondió María, forzando un tono dulce.
—¡Vaya bienvenida! Llego a mi casa y es un cementerio —masculló él antes de ir al baño.
María puso la mesa: raviolis con perejil y nata. Calentó agua para el té y cortó pan.
—¿Otra vez raviolis de oferta? ¿Hasta cuándo tengo que tragarme esto? —preguntó Javier con sorna.
—Mañana haré el pollo, lo prometo —se excusó María.
—¡Hoy es la última vez! ¡El lunes comimos lo mismo! —rezongó Javier mientras devoraba su plato. Ni siquiera preguntó si ella había cenado. Parecía que su esposa ya no le importaba.
—Javi, deja el móvil un momento. ¿Qué tal el trabajo?
—¿El trabajo? Siempre lo mismo. Llego cansado y encima quieres que hable de eso —espetó, clavado en la pantalla.
—Bueno, disfruta. Voy a ver a los niños.
—Como quieras.
María acostó a los pequeños, apagó la luz y volvió a la cocina.
—Me voy a dormir —anunció Javier, levantándose sin mirarla.
—Buenas noches —susurró ella al vacío.
Antes, él la besaba al acostarse, le deseaba dulces sueños. Antes, charlaban tomando té, veían películas juntos…
Esos recuerdos ya se desvanecían. Ahora, Javier solo hablaba de trabajo, de proyectos que ella desconocía.
María suspiró. Eran casi las once. Recogió la mesa, se lavó y se dirigió al dormitorio.
Javier roncaba. Su móvil vibró: un mensaje.
*¿Quién escribirá a esta hora?*
Pero no quiso pensar en ello.
A las cinco y media, el despertador la arrancó de un sueño fugaz. Se vistió a toda prisa, se tomó un café y preparó el desayuno.
—¿Otra vez gachas y pan con tomate? —gruñó Javier al entrar.
—Buenos días.
—Mi madre hacía tortitas o torrijas. ¡De ti solo obtengo esto! —empujó el plato con rabia.
—Javi, no tengo tiempo. Los fines de semana cocino más, pero entre semana… Además, esto es más sano.
—¡Menuda excusa! ¡Al menos unos huevos!
—No hay huevos. Se me olvidaron ayer.
—¡Qué esposa! ¡Lo olvidas todo! ¿En qué te gastas el día? ¡No trabajas! ¡Mi madre tenía razón contigo…!
El llanto de Sofía interrumpió su diatriba.
—Tu madre te está poniendo en mi contra —espetó María.
—¡A mi madre no la toques! ¡Ve con tus hijos!
Javier salió de casa sin despedirse. El portazo resonó en todo el piso.
María se arrepintió de la discusión. Su relación ya era frágil.
El día siguió como siempre: desayunos, limpieza, comida. Por la tarde, salieron al parque.
—Mamá, vamos a los columpios —pidió Lucas.
—Vale.
En el parque, una voz conocida las llamó:
—¡María! ¡Cuánto tiempo! —Era Lucía, una antigua amiga.
—¡Lucía! ¡Cómo han crecido tus hijos!
—Y tú has adelgazado… ¿Estás bien?
—Es el cansancio, dos niños…
—Tienes que cuidarte. ¿Javier no te ayuda? Yo a mi Sergio lo pongo a colaborar. Si son hijos de los dos, ¡que se ocupen los dos!
—Javi llega tarde del trabajo…
—El mío también trabaja, pero saca tiempo. ¿Adónde vais?
—A los columpios.
—Nosotros vamos al centro comercial. ¡Han abierto una zona infantil! Ven con nosotros.
—No puedo… No llevo dinero. Javier quiere cambiar de coche.
—¿Otra vez? ¡Si lo compró hace nada! —Lucía frunció el ceño—. Él se da sus lujos, pero ¿para los niños no hay?
María calló. Sabía que su amiga tenía razón.
—¡Vamos! Invitamos nosotras.
En el centro comercial, los niños jugaron mientras ellas tomaban café.
—María, estás muy nerviosa… ¿Va todo bien? —preguntó Lucía.
—Solo estoy agotada.
—Tu marido debería ayudarte. —De pronto, Lucía se calló—. Oye… ¿Ese no es Javier?
María giró la cabeza. Lo vio besando a una mujer en medio del pasillo. Rompió a llorar.
—¡Qué cabrón! ¡Y ni siquiera se esconde! María, ¡haz algo!
María se tapó la cara con las manos.
*****
—¿Le escribes a tu querida? —preguntó María esa noche, mientras Javier cenaba.
—¿Qué dices?
—Te vi hoy. ¿Qué hacías en el centro comercial? ¿Comprándole regalos?
Javier guardó silencio unos segundos.
—¿Ahora me espías? ¡Tú eres quien no hace nada en casa! Sí, tengo a alguien. ¿Y qué? ¡Mírate! Das vergüenza.
—Me divorcio.
—¿Qué? ¡Ni lo sueñes!
María inició el divorcio días después. Los jueces le dieron la custCon el tiempo, María reconstruyó su vida, encontró paz en su independencia y, aunque las cicatrices permanecieron, aprendió que su valor no dependía de quien no supo verlo.