**9 de julio, un día caluroso en Cáceres**
Desde primera hora, Elena Martínez limpiaba las ventanas, sacudía los cojines y recordaba a su hija que era hora de visitar el pueblo. “El ajo ya está listo para cosechar”, insistía. Lucía intentó poner excusas: el trabajo, los niños, los compromisos… Pero su madre, tan insistente como siempre, no cedió.
—¡El verano se acaba y ustedes ahí, en Madrid, encerrados como ratones! —protestó por teléfono—. Las cerezas se pasarán, las patatas se pondrán verdes, ¡y ustedes pegados a esos móviles!
Al final, quedaron en ir ese fin de semana. Ayudarían en la huerta y, como siempre, pasarían la tarde en familia.
Pablo no tenía muchas ganas de ir. La última visita terminó con un mal sabor de boca, un incidente que aún le quemaba. Solo había pedido un poco de chorizo para acompañar la paella, y su suegra, literalmente, se lo negó. Tan bruscamente que casi se atragantó del susto.
El sábado partieron temprano. Trabajaron rápido: arrancaron el ajo, lo clasificaron y lo guardaron. Listo. Ahora tocaría descansar, cenar, disfrutar de la velada. Pablo se duchó y entró en la cocina. Lucía y su madre ponían la mesa. El aroma de la paella lo envolvió. Para matar el hambre, abrió la nevera, cogió una rodaja de chorizo y se preparó un bocadillo. Entonces…
—¡Ni se te ocurra! —la voz de Elena Martínez cortó el aire como un cuchillo.
El chorizo voló de vuelta a la nevera. Pablo se quedó petrificado, sin entender.
—Mamá, ¿qué pasa? —preguntó Lucía, confundida.
—¡El chorizo es para el desayuno, con pan! Ahora hay paella. ¡No arruines el apetito! —sentenció su suegra.
Pablo se sentó, probó la paella… pero no había ni rastro de carne. Pidió al menos un trozo de chorizo. Otra negativa.
—¿Por qué le dais tanto al chorizo? —se quejó Elena—. ¡Ya habéis gastado medio paquete! ¿Sabéis lo que cuesta? ¡Lo compré para toda la semana!
Pablo apartó el plato. El hambre se le había ido. Salió al patio. Más tarde, Lucía lo siguió. Él estaba tumbado en el sofá, mirando al techo.
—Vámonos. No aguanto esto. Cada movimiento lo vigila, como si le robara. Hasta el pan parece racionado.
—Aquí no hay ni tienda —se disculpó Lucía—. Solo pasa el camión del mercadillo los martes.
—¡Pues habría que traer comida, no solo albaricoques y cerezas! —bufó Pablo—. Mañana me voy. Luego vuelvo por ti. Porque sin carne, aquí no sobrevivo.
—Vamos juntos —dijo Lucía, firme.
A la mañana siguiente, así lo hicieron. Lucía mintió: “A Pablo lo llamaron urgente del trabajo”. Elena los despidió con una mirada torcida.
Pasó casi un año. No volvieron al pueblo. Pero Elena sí los visitó a ellos. Y lo curioso: abría su nevera como si fuera suya. Cogía lo que quería, sin pedir permiso. Hasta Pablo se reía:
—Mira, el chorizo. A ella aquí no le hacen falta cálculos…
Pero en primavera, reaparecieron las llamadas:
—¿Cuándo venís? La huerta no espera.
Pablo se resistió. Hasta que Lucía propuso un truco:
—Llevaremos comida. Así mamá no andará contando gramos.
Pablo aceptó, con una condición: pararían en el supermercado. Y allí estaban otra vez, en la puerta de la casa rural. Con bolsas.
—¿Qué traéis? ¿Más fruta? —Elena frunció el ceño, pero al ver el jamón, el queso y el chorizo, se quedó callada.
—Para que no cuentes cuánto como —sonrió Pablo.
Elena resopló, pero no dijo nada. Esa noche, en la cocina, susurró a Lucía:
—Ojalá siempre vinieras así. Más fácil para mí, más tranquilo para todos.
Lucía asintió en silencio. Le daba rabia… y risa. Pero lo importante era que Pablo volvería. Con comida, sí. Pero sin reproches. Y al final, descubrió que eso también era una forma de felicidad.