Me llamo Ana García y vivo en Ávila, donde las catedrales medievales custodian callejuelas silenciosas. Cuando caí en los brazos de mi compañero Sergio, mi corazón cantó de felicidad. Soñaba con ser su única, su amada. El sueño se cumplió, pero con hiel: tuve que compartirlo con su esposa, Lucía.
Recién contratada en la empresa, me enviaron con él a una negociación en Madrid. Cerramos el trato y él propuso: «¿Brindamos? No firmamos contratos millonarios cada día». Acepté. En el bar del hotel, el whisky aflojó nuestras lenguas. Charlamos como viejos amigos hasta que me besó. No me aparté. En el ascensor, me abrazó con tal ardor que cedí: su aliento embriagaba más que el alcohol. Aquella noche en su habitación fue mágica, un incendio de sábanas y susurros.
De vuelta a Ávila, confesé todo a mi colega Carmen, mi confidente. «¡No te enamores!», cortó seca. «¿Por qué?». «Está casado». El golpe fue seco. Sergio solo tenía 28 años. «¿Casado tan joven?». Lo confronté: «Sí, llevo un año de matrimonio». No nos detuvimos. Nos encontramos en su piso heredado de los abuelos, ritual clandestino. Cada encuentro me hundía más en él.
Una mañana de domingo, entre sábanas, me atreví: «Déjala. Seremos felices». Me miró con angustia: «Te quiero, pero no puedo». «¿Por qué?». «Está grave». «¿De qué?», temblé. «Cáncer de mama. Recién diagnosticado. No la abandonaré ahora». Sus palabras cortaron, pero entendí: debía estar con ella. Rogué por Lucía el día de su operación. Tras el alta, dejamos de vernos.
Pasaron cuatro meses. Sergio no me buscó. «¿Qué ocurre?». «Necesita otra cirugía», dijo exhausto. «Comprendo, pero yo también existo». Asintió: «Hablamos el sábado». Nos reunimos en el piso. Fue una noche de pasión desatada. Al marcharme, insistí: «¿El divorcio?». Su rostro se nubló: «Nunca. Es hermana de mi jefe». «¿Y el cáncer? ¿Mentira?». Calló y se fue, portazo incluido.
Días después, una mujer elegante de pelo oscuro preguntó por él. Carmen la guió a su oficina. «¿Quién es?», susurré. «Su esposa». Busqué una excusa para entrar. Lucía irradiaba salud, vestida con traje de seda. Me sentí una sombra. «¿Sabías lo de su cáncer?», pregunté después. «Tonterías. Está sana», dijo Carmen. Comprendí: me engañó desde el principio.
Empecé a marearme. «¿Embarazada?», sugirió Carmen. El test mostró dos líneas. Segundo mes. Recordé aquella noche sin protección. Llamé a Sergio. «Aborta», ordenó frío. «No». «Te despediré». «No intimidarme». Decidí tenerlo. Cumplió su amenaza: me echaron. Una amiga me colocó de dependienta en una librería. Su hermano dudó, pero accedió.
Mi hija nació en el séptimo mes: frágil, pero viva. La llamé Serafina, por él. Nunca se lo diré. Me traicionó cuando más lo necesitaba: sola, con una criatura y sin trabajo. Su rostro me visita en sueños: hermoso, falso. Eligió a Lucía, su carrera. Yo lucho cada día por Serafina, mi luz en la penumbra. Él cargará con su mentira. Yo viviré para ella.