Ella quiere ver a su bisnieta, pero no puedo perdonar su traición.

Me llamo Lucía, y tengo una historia que me pesa desde hace años. Quizá contarla me ayude a aliviar este peso.

Mi familia nunca fue un ejemplo de armonía. Vivíamos en Granada, y desde niña veía cómo entre los adultos había rencores, chismes, alcoholismo y humillaciones. Mi madre tiene una hermana, Margarita. Ella tiene un hijo, mi primo David, que se casó con una chica… digamos que no muy fiel. Las infidelidades eran constantes, las peleas escandalosas, y el divorcio nunca duraba: volvían una y otra vez, como adictos. Tuvieron dos hijos, pero el amor nunca creció ahí. Y Margarita, mi tía, arrastraba un grave problema con el alcohol: nunca duraba en un trabajo. Borracheras, despidos… la familia hacía tiempo que había tirado la toalla con ella.

Un día, la esposa de David tuvo problemas graves en los riñones. Mi madre y yo fuimos a visitar a mi abuela, Carmen. Ella nos contó lo de la enfermedad, y mi madre soltó, indignada: «Pues hay que pensar con la cabeza, no con lo que hay más abajo». Nosotras lo dejamos pasar, pero mi abuela, que es muy directa, se lo contó tal cual a la enferma. Y ahí empezó todo.

El escándalo fue monumental. Mi tía, borracha como una cuba, se abalanzó sobre mi madre defendiendo a su nuera como si fuera su propia hija. No entramos al trapo, simplemente nos fuimos. Pero lo más doloroso vino después: mi abuela se puso del lado de Margarita y su familia. Dejó de llamarnos, de vernos. Para ella, dejamos de existir. Mi madre intentó mantener algún contacto, pero yo… no. En ese momento decidí que no quería saber nada ni de esa familia destrozada por el alcohol, ni de quienes podían borrarnos de un plumazo.

Han pasado ocho años. Mi abuela pronto cumplirá ochenta. Hace poco llamó a mi madre, llorando, pidiendo perdón. Mi madre, claro, la perdonó: al fin y al cabo, es su madre. Tiene un corazón blando, siempre fue así. Pero yo… no puedo.

Ahora tengo una hijita pequeña. Mi alegría, mi sol. Mi madre le habló de ella a mi abuela, y esta, con voz temblorosa, empezó a rogar aunque fuera una foto. Dice que sueña con conocer a su bisnieta, que reza cada noche a Dios para que le dé una oportunidad de verla, aunque sea un instante. Pero yo no he consentido. No es por venganza, no. Es porque aún llevo esa herida en el pecho. Porque duele recordar cómo nos traicionaron, cómo lloró mi madre sin entender qué había hecho para merecer ese trato. Porque mi abuela me enseñó entonces que la familia no siempre es amor: a veces es elección. Y ella no nos eligió a nosotras.

No sé si hago bien. Mi madre me dice: «No guardes rencor, Lucía, ya es mayor, está cansada, solo quiere irse en paz». Pero algo dentro de mí se rebela. No sé si habrá otra oportunidad, quizá mañana sea tarde, pero no estoy preparada.

Dime… ¿tú la perdonarías?

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MagistrUm
Ella quiere ver a su bisnieta, pero no puedo perdonar su traición.