Me llamo Irene, y tengo una historia que me pesa desde hace años. Tal vez si la cuento, me aliviaré un poco.
Mi familia nunca fue un ejemplo de armonía. Vivíamos en Toledo, y desde pequeña vi cómo entre los adultos había rencores, chismes, alcoholismo y humillaciones. Mi madre tiene una hermana, Olga. Su hijo, mi primo Sergio, se casó con una mujer que, por decirlo suavemente, no era la más fiel. Las infidelidades eran constantes, las peleas escandalosas, y el divorcio nunca duraba porque volvían juntos, como si fuera una adicción. Tuvieron dos hijos, pero el amor nunca llegó. Mi tía Olga, por su parte, sufre de alcoholismo severo; hace años que no mantiene un trabajo estable. Borracheras, despidos… hasta la familia dejó de preocuparse.
Un día, la mujer de Sergio tuvo un grave problema renal. Cuando mi madre y yo fuimos a visitar a mi abuela, Carmen, ella nos contó lo de la enfermedad. Mi madre reaccionó bruscamente: “Pues, más le valdría pensar con la cabeza y no con lo de abajo”. Nosotras nos encogimos de hombros y lo habríamos olvidado, pero mi abuela, que es directa, se lo contó todo a la enferma. Y ahí empezó el infierno.
El escándalo fue monumental. Mi tía, borracha como una cuba, se abalanzó sobre mi madre defendiendo a su nuera como si fuera su hija de sangre. No entramos en la pelea, nos fuimos. Pero lo que más dolió vino después: mi abuela tomó partido por Olga y su familia. Dejó de llamarnos, de invitarnos. Fue como si dejáramos de existir. Mi madre aún intentó mantener el contacto, pero yo no. Ahí decidí que no quería saber nada ni de esa familia de borrachos ni de quien era capaz de borrarnos así.
Han pasado ocho años. Mi abuela pronto cumplirá ochenta. Hace poco llamó a mi madre, llorando, pidiendo perdón. Mi madre, claro, la perdonó. Es su madre, y siempre ha sido de corazón blando. Pero yo… yo no puedo.
Ahora tengo una hijita pequeña, mi alegría, mi sol. Mi madre le habló de ella a mi abuela, y esta, con voz temblorosa, rogó por al menos una foto. Dijo que sueña con conocer a su bisnieta, que cada noche reza para que Dios le dé esa oportunidad. Pero yo no se lo permití.
No por venganza, no. Sino porque aún siento el rencor en el corazón. Porque todavía me duele recordar cómo nos traicionaron, cómo mi madre lloró sin entender qué había hecho para merecer ese trato. Porque mi abuela me demostró que la familia no siempre es amor. A veces es una elección. Y ella no nos eligió a nosotras.
No sé si hago bien. Mi madre me dice: “No guardes rencor, Irene, ya es mayor, está cansada, solo quiere irse en paz”. Pero algo dentro de mí se niega. No sé si habrá otra oportunidad. Quizá mañana sea tarde, pero hoy no estoy preparada.
Dime… ¿tú perdonarías?