Ella llegó primero

**Ella llegó primera**

Valentina Gregorio se levantó a las cinco de la mañana, como siempre. La costumbre de cuarenta años trabajando en la fábrica seguía ahí, aunque llevaba tres años jubilada. Caminó silenciosamente hasta la cocina para no despertar a Miguel Sebastián, puso el agua a hervir. Aún estaba oscuro, pero sabía que el amanecer no tardaría.

Hoy era un día especial. Era el primer día de clase, y su nieta Angelita empezaba el colegio. Valentina estaba más nerviosa que la propia niña. Toda la semana había revisado el uniforme, la mochila, contado los cuadernos. Miguel solo movía la cabeza y decía que se estaba volviendo loca.

—¿Por qué te agitas como una posesa? —refunfuñaba él—. Nuestro hijo fue al colegio solo, y sobrevivió.

—Pero yo quiero ser la primera —contestaba Valentina—. La primera en esperarla a la salida, la primera en felicitarla.

Miguel Sebastián no entendía el deseo de su mujer. Le parecía que las abuelas solo estorbaban en esas cosas. Pero Valentina pensaba distinto. Recordaba cómo, treinta años atrás, había llevado a su hijo Javier al colegio por primera vez. Entonces trabajaba turnos dobles y apenas llegaba a casa de noche. Fue su madre, la abuela de Javier, quien lo acompañó ese día. Valentina se quedó llorando junto a las puertas de la fábrica, con el corazón apretado.

—No llores —le dijo entonces su vecina Clara—. Cuando tu hijo crezca y tengas nietos, lo compensarás.

Y ahora lo estaba compensando.

El té estaba listo, fuerte y aromático. Valentina lo sirvió en su taza favorita, la de rosas, y se sentó a la mesa. En el alféizar había tres ramos: uno comprado en el mercado, otro cortado del jardín y un tercero que Miguel Sebastián había traído la noche anterior, avergonzado, como si fuera una tontería.

—Tres ramos son demasiados —le dijo a su marido.

—¿Y si la profesora no viene sola? —se encogió él—. Nunca se sabe.

A las siete, Valentina ya estaba bajo la ducha. Se puso su mejor vestido, el azul con lunares blancos, guardado para ocasiones especiales. Se peinó, se pintó los labios. En el espejo vio a una mujer elegante, con ojos llenos de emoción.

—¿Te has arreglado como para una cita? —preguntó Miguel, medio dormido.

—Quiero estar guapa para mi nieta —respondió ella.

—Ya lo estás —murmuró él, hundiendo la cara en la almohada.

A las siete y media, llamó Javier.

—Mamá, ya salimos. Angelita está nerviosa, no ha dormido bien.

—Yo tampoco he pegado ojo —confesó Valentina—. Voy hacia el colegio, la esperaré.

—Mamá, la ceremonia empieza a las nueve.

—Lo sé. Pero quiero ser la primera.

Javier suspiró. Hacía tiempo que aceptaba las rarezas de su madre. Desde que nació Angelita, Valentina parecía haber rejuvenecido diez años. La llevaba al parque, le compraba juguetes, le leía cuentos. Javier y su mujer no salían de su asombro.

—Vale, mamá. Pero no te resfríes, hace fresco.

Valentina cogió los ramos, metió caramelos en el bolso para Angelita y salió hacia el colegio. Era un paseo de quince minutos, pero no tenía prisa. Quería saborear la mañana, la emoción del reencuentro.

Junto a la puerta del colegio ya había una mujer con un ramo. Valentina se entristeció: no sería la primera. Al acercarse, reconoció a Ana Petra, su vecina del tercero.

—¿Tú también vienes a la ceremonia? —preguntó Valentina.

—Mi nieto empieza hoy —asintió Ana Petra—. ¿Y tú?

—Mi Angelita.

Las mujeres se quedaron charlando de hijos, de la escuela, de lo rápido que pasan los años. Ana Petra, enfermera recién jubilada, era buena conversadora.

—Sabes —confesó—, siempre soñé con llevar a mi nieto al colegio. Mi hija se casó tarde. Temía no vivir para verlo.

—Yo al revés —dijo Valentina—. No pude acompañar a mi hijo. Ahora quiero compensarlo.

Poco a poco, fueron llegando más abuelos. Todos elegantes, nerviosos, con ramos. Valentina los miraba y pensaba que cada uno tenía su historia, su razón para estar allí.

Llegó Teresa, la viuda del barrio, criando sola a su nieta Lucía tras la muerte de su hija. La niña era tímida, y Teresa temía que le costara adaptarse.

—¿Cómo está Lucía? —preguntó Valentina.

—Nerviosa. Dice que se reirán de su vestido. Pero es precioso, lo hice yo —sus ojos se empañaron.

—Los niños no son crueles —la tranquilizó Ana Petra—. Lo importante es que ella se sienta segura.

Un abuelo con un ramo de gladiolos se acercó. Se presentó como Vicente Nicolás. Su nieta era adoptada, una niña del orfanato.

—Mi Carlota es lista —dijo orgulloso—. Ya lee y cuenta hasta cien. Pero es muy tímida.

—En la escuela se le pasará —afirmó Valentina—. Los niños hacen amigos rápido.

A las nueve menos cuarto, los padres empezaron a llegar con los pequeños. Valentina vio a Javier, a su nuera y a Angelita. La niña llevaba una blusa blanca, falda azul marino y moños. Su mochila nueva tenía un dibujo de princesas.

—¡Abuela! —gritó Angelita, corriendo hacia ella.

—¡Mi niña bonita! —la abrazó Valentina—. ¿Cómo estás? ¿Nerviosa?

—Un poco. ¿Por qué viniste tan pronto?

—Quería ser la primera en verte —sonrió Valentina.

Angelita se aferró a su abuela. Siempre había sido más cercana a ella que a sus padres. Valentina la mimaba, le enseñaba a cocinar, le leía cuentos. Sus padres siempre estaban ocupados.

—Mamá, gracias por venir —dijo Javier—. Angelita estaba nerviosa, pero al verte se calmó.

Su nuera, Laura, también estaba agradecida. Trabajaba en un banco y Valentina siempre la ayudaba con Angelita.

—Mira mi mochila, abuela —dijo la niña.

—¡Qué bonita! ¿Qué llevas dentro?

—Cuadernos, lápices… Y galletas.

Valentina sacó los caramelos y se los dio en secreto.

—Para que tengas valor.

—Mamá, no la malcríes —protestó Laura, pero Javier la detuvo.

—Hoy es un día especial.

El patio se llenó de familias. Los niños de primero, con caritas serias; los mayores, preparando canciones. La maestra, joven y nerviosa, repasaba la lista.

—Es muy joven —susurró Ana Petra.

—Pero buena —contestó Valentina—. La conocí en la reunión.

Empezó la ceremonia. El director habló, los mayores cantaron. Los pequeños miraban con ojos como platos. Valentina no apartaba la vista de Angelita, que se mantenía firme, aunque a veces buscaba a su abuela con la mirada.

Cuando sonó la campana, los niños entraron al colegio. Valentina quiso acompañar a Angelita, pero Javier insistió en que se fuera.

—Vete a casa, mamá. Luego te contamos.

Pero ella no quiso irse. Se quedó en el patio con las demás abuelas, todas igual de nerviosas.

—Parece que somos nosotras las que empezamos el cole —bromeó Teresa.

Vicente fumaba junto a la verja.

—Mi Carlota está ahí sola…

—Todo irá bien —Valentina sonrió al ver a Angelita correr hacia ella al final de la jornada, con los ojos brillantes de orgullo y las manos llenas de dibujos, sabiendo que, al fin, había cumplido el sueño de acompañar a alguien en su primer día de colegio.

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MagistrUm
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