**13 de mayo, Madrid**
—Hijo mío…
—Perdone, pero no soy su hijo. No me llame así. Me llamo Javier.
—Javier… Javito… ¡Hijo!
María del Carmen alzó la mirada hacia el hombre que tenía delante. Su voz temblaba de esperanza, de súplica, de desesperación, pero Javier permaneció impasible, como si esas palabras no le afectaran en lo más mínimo.
—Ya le dije que no me llame así.
—¡Pero soy tu madre! ¡Tu madre de sangre!
—Demasiado tarde para acordarse.
Javier observaba a aquella mujer sentada en el banco del parque mientras los recuerdos de su infancia lo asaltaban. Dolorosos, a pesar de los treinta años que habían pasado desde la última vez que la vio. ¡Treinta años! Prácticamente media vida, y durante todo ese tiempo, creyó que nunca volverían a cruzarse. Pero el destino, caprichoso, decidió lo contrario.
Dos días antes, una llamada de un número desconocido interrumpió su rutina. Casi no contesta, pensando en timadores o ventas molestas. Pero algo en su interior le advirtió que aquella llamada era distinta.
—Diga —respondió seco, profesional.
Silencio, un murmullo, ruido de fondo. Estuvo a punto de colgar cuando una voz femenina, vacilante, lo detuvo.
—Soy yo… Hola.
—¿Quién? —preguntó, sintiendo un nudo en la garganta.
Su corazón se detuvo, como si quisiera saltarle del pecho. Quería terminar la conversación, pero, conteniéndose, apretó el teléfono contra su oído.
—Soy yo… Tu madre.
Todo se oscureció. El impulso de cortar y bloquear el número fue abrumador. Respiró hondo y respondió:
—No tengo madre. Se ha equivocado de número.
Las palabras salieron solas, cargadas de emoción. Colgó y durante minutos se quedó mirando la pantalla, ahuyentando los recuerdos que lo inundaban. Esperaba que aquello acabara ahí. Se equivocó.
El teléfono vibró de nuevo. Su madre era insistente, y ahora ya no había duda de que era ella. María del Carmen siempre lograba lo que se proponía, y si había decidido hablar con su hijo, no pararía hasta conseguirlo.
—Ya le dije todo —gruñó, aunque por dentro hervía—. No vuelva a llamar.
—¡Solo quiero verte! ¡Una vez! ¡Escúchame, por favor!
—¿De dónde tiene mi número? —preguntó, tratándola de usted. Para él, era una desconocida. La había borrado de su vida hacía mucho.
—Me lo dio tía Carmen.
Javier frunció el ceño. Su tía jamás habría cedido el número, a menos que su madre la presionara. ¡Qué pesada!
—No quiero verme con usted. No tiene sentido.
—¡Para mí lo tiene! —insistió ella—. ¡Una reunión, hijo!
Al final, cedió. Sabía que si no accedía, ella iría a su casa, molestaría a sus hijos, a su esposa. Prefería perder media hora que soportar su acoso.
María del Carmen desapareció de su vida cuando Javier tenía nueve años. Durante meses, esperó su regreso, sentado junto a la ventana en casa de tía Carmen, sin comer, sin jugar. Su tía lo regañaba, pero él creía que su madre volvería.
—¡Volverá! —gritaba entre lágrimas—. ¡Es mi madre! ¡Me quiere!
—Javi, tu madre solo se quiere a sí misma. Algún día lo entenderás.
Entonces odiaba a su tía. Con los años, le agradecería todo lo que hizo por él. Ella siempre le dijo la verdad sobre su madre, por dura que fuera.
María fue una mujer hermosa, segura de sí misma. Los hombres caían a sus pies, pero solo se fijaba en aquellos con dinero o influencia. Uno de ellos fue su padre.
Fernando Javier, casado, con dos hijos, un buen puesto. Nada de eso detuvo a María, de veinticinco años. La diferencia de edad —treinta años— tampoco importaba. Él la colmó de atenciones, le alquiló un piso en el barrio de Salamanca, y ella por fin pudo independizarse de su hermana mayor.
—No se construye felicidad sobre el dolor ajeno —le advirtió Carmen, pero María se rio.
—¿Tú qué sabes? —replicó—. Ni siquiera supiste conservar a tu marido.
Para asegurarse a Fernando, María se quedó embarazada. Le amenazó con abortar si no se divorciaba. Fernando, abrumado, sufrió un infarto. Murió antes de hablar con su esposa.
María, demasiado avanzado el embarazo, tuvo que seguir adelante.
—¡Lo odio! —gritaba, mordiéndose los labios. Nunca quedó claro a quién odiaba más: a Fernando o a su hijo.
Javier creció sin amor. Su madre lo veía como un estorbo, un obstáculo para su vida amorosa. Lo ignoraba, lo regañaba por todo. Los días en que fingía que no existía eran los peores: Javier lloraba, suplicaba atención, incluso fingía estar enfermo. Nada funcionaba.
Luego llegó Vicente. Divorciado, con dinero, prometiéndole matrimonio en cuanto consiguiera un piso en Madrid. A Javier lo llamaba “chaval”, le pegaba y lo “educaba” a su manera.
—Te levantas a las seis, ducha fría, gimnasia. Desayuno a las siete. Al colegio, puntual. Después, kárate.
—¡No quiero hacer kárate!
La bofetada llegó al instante.
Odio a Vicente. Se alegró cuando su madre descubrió sus infidelidades. Ella lloró, lo maldijo y juró que jamás se enamoraría otra vez.
Un año de paz. Hasta que llegó Eric, un lingüista británico que conoció en el Museo del Prado. Una semana después, eran pareja. Un mes después, Eric le propuso mudarse a Londres. Ella aceptó, pero con una condición: sin Javier.
—Tendrás hijos míos —dijo él, y María no lo dudó. En aquellos tiempos, España pasaba por dificultades, y el extranjero parecía el paraíso.
Empacó sus cosas, dejó a Javier con su tía y se despidió con un vago “te buscaré pronto”.
Javier, de nueve años, creyó que volvería. Por dura que fuera, seguía siendo su madre.
Nadie regresó por él. Años después, su tía le contó que María había vuelto de Inglaterra, se casó con un adinerado en Barcelona y nunca preguntó por su hijo. Javier decidió borrarla de su vida.
—Si no existí para ella, que siga así —dijo.
Ayudó a su tía, la visitaba a menudo, pero jamás hablaban de María. Cuando ella intentó mencionarla, Javier la cortó en seco.
Se casó, tuvo dos hijas. A su esposa le contó la verdad. A sus hijas les dijo: “No tenéis abuela. No todos tienen una”. Ellas no preguntaron más.
Y ahora, treinta años después, aquella voz olvidada resonó en el teléfono. Fueron dos días de recuerdos, de revivir una infancia sin amor materno. Su tía lo había criado, pero nunca llenó ese vacío.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó, frío, ante aquella mujer envejecida, encorvada, que lo miraba con súplica.
—Necesito ayuda, hijo —susurró ella, usando otra vez esa palabra prohibida—. Estoy enferma.
Javier la observó sin piedad. Nada quedaba de su antigua belleza. Solo una anciana marcada por sus errores y vicios.
—Lo siento, pero no soy médico.
María negó con la cabeza:
—Te has vuelto cruel. Eras un niño bueno, cariñoso.
—Eso fue hace—Eso fue hace treinta años —respondió Javier, dando media vuelta—, y ahora tengo a quien amar.