Ella ha regresado

—Hijo…

—Perdóneme, pero no soy su hijo. No me llame así. Me llamo Andrés.

—Andrés… Andresito… ¡Hijo mío!

María Elena alzó la vista y miró con desesperación al hombre que tenía frente a ella. Su voz estaba cargada de esperanza, súplica y angustia, pero Andrés permaneció en silencio, como si sus palabras no le afectaran en lo más mínimo.

—Le he pedido que no me diga “hijo”.

—¡Pero soy tu madre! ¡Tu madre de sangre!

—Te acordaste demasiado tarde.

Andrés observaba a aquella mujer sentada en el banco del parque mientras los recuerdos de su infancia lo asaltaban. A pesar de que habían pasado más de treinta años desde la última vez que la vio, el dolor seguía intacto. Treinta años. Casi media vida. Había asumido que nunca volverían a verse, que nunca cruzarían palabra… pero el destino tenía otros planes.

Dos días antes, su teléfono había sonrado. Un número desconocido. Casi no lo atiende, pensando que sería otro intento de estafa o publicidad molesta. Pero algo en su interior le dijo que esa llamada era diferente.

—Dígame —respondió con frialdad—. ¿Quién es?

Al otro lado de la línea hubo un silencio, ruido de fondo, y cuando estuvo a punto de colgar, una voz femenina, temblorosa, rompió el silencio.

—Soy yo, hola.

—¿Quién es “yo”? —preguntó, ya con un nudo en la garganta. —¡Hable!

Su corazón se detuvo, como si quisiera salirse del pecho. El malestar era tan intenso que deseaba terminar la conversación allí mismo, pero se contuvo y apretó el teléfono con más fuerza.

—Soy yo… tu madre.

La oscuridad se apoderó de su vista. El impulso de colgar y bloquear el número fue abrumador, pero respiró hondo y logró contestar:

—No tengo madre. Se ha equivocado de número.

Las palabras salieron de su boca sin control, llenas de emociones reprimidas. Cortó la llamada y se quedó mirando la pantalla del móvil, ahuyentando los recuerdos que lo asediaban. Esperaba que no hubiera más llamadas… pero se equivocaba.

El teléfono vibró de nuevo. Su madre era insistente, y ahora ya no había duda: era ella. María Elena siempre había sido obstinada. Si se proponía algo, lo conseguía, cueste lo que cueste.

—Ya le he dicho todo lo que tenía que decir —respondió con firmeza, aunque por dentro ardía de rabia—. No vuelva a llamar.

—¡Solo quiero vernos una vez! ¡Una sola vez! ¡Escúchame, por favor!

—¿De dónde sacó mi número? —preguntó, tratándola de “usted”. Era extraño, pero no podía evitarlo. Para él, María Elena seguía siendo una desconocida.

—Me lo dio tu tía Rita.

Andrés frunció el ceño. Su madre siempre conseguía lo que quería. Margarita Elena jamás le habría dado su número a su hermana, pero, al parecer, esta la había presionado hasta agotarla.

—No quiero vernos —dijo—. No entiendo para qué.

—¡Para mí sí importa! ¡Una sola vez, hijo!

Al final, cedió. Sabía que si no accedía, ella aparecería en su casa, acosaría a sus hijas, molestaría a su esposa. Prefería perder media hora con ella antes que lidiar con su obstinación.

María Elena había desaparecido de su vida cuando Andrés tenía nueve años. Durante meses, el niño esperó su regreso, pasaba horas mirando por la ventana en casa de su tía, apenas comía, no jugaba. Su tía lo regañaba, intentaba hacerlo entrar en razón, pero él estaba seguro de que su madre volvería.

—¡Ella volverá! —gritaba, limpiándose las lágrimas—. ¡Es mi madre! ¡Me quiere!

—Andrés, tu madre solo se quiere a sí misma. Algún día lo entenderás.

Por un tiempo, odió a su tía. Creía que ella había alejado a su madre. Años después, le estaría agradecido por todo lo que hizo por él. Margarita siempre le había dicho la verdad acerca de María, por dura que fuera.

María había sido una mujer hermosa y segura desde joven. Sabía cómo cautivar a los hombres, pero solo se fijaba en los adinerados. Uno de ellos fue el padre de Andrés.

Fernando Andrés era un hombre casado, con dos hijos y una posición acomodada. Pero nada de eso detuvo a María. Él tenía dinero, influencias… para ella, eso era lo único que importaba.

La diferencia de edad no era problema. Fernando le llevaba treinta años, pero estaba perdidamente enamorado. La colmó de atenciones, le alquiló un piso, y así María pudo independizarse de su hermana.

—No se construye la felicidad sobre el dolor ajeno —le advirtió Margarita, pero ella solo se rió.

—¿Tú qué sabes? —replicó—. Ni siquiera pudiste conservar a tu marido. ¡Déjame en paz!

Para asegurarse de que Fernando no la abandonaría, María quedó embarazada. Le amenazó: o se divorciaba y se casaba con ella, o ella abortaría y lo dejaría.

Fernando, abrumado por la presión, sufrió un infarto. Murió sin llegar a divorciarse.

María ya estaba de cinco meses. No tuvo más remedio que seguir adelante con el embarazo.

—¡Lo odio! —gritaba, mordiéndose los labios. Margarita nunca supo si hablaba del difunto o de su propio hijo.

Andrés creció sin amor. María lo veía como un estorbo. Lo reprendía por todo, lo ignoraba durante días. En esos momentos, él se sentía invisible. Lloraba, dormía mal, intentaba llamar su atención… pero ella jamás respondía.

Después llegó Vicente. Un hombre divorciado, con dinero, que prometió casarse con María en cuanto consiguiera un piso en la ciudad. A Andrés lo llamaba “chiquillo” y lo golpeaba sin piedad.

—Te levantas a las seis, te duchas con agua fría, desayunas a las seis cuarenta y a las siete debes estar listo para el colegio. Después, entrenamiento de karate.

—¡No quiero hacer karate! —protestó Andrés, recibiendo una bofetada en respuesta.

¡Cómo odiaba a “tío Vicente”! Y qué feliz se sintió cuando su madre descubrió sus infidelidades. María lloró, lo maldijo y juró que nunca más se fiaría de un hombre.

Un año después, llegó Jack Scout. Un académico estadounidense que estudiaba la historia del idioma español. Lo conoció en un museo y, en semanas, ya era su nuevo amor.

—Vente conmigo a Estados Unidos —le propuso.

María aceptó. Pero Jack puso una condición: Andrés no iría con ellos.

—Tendrás hijos míos —dijo él. Y ella no lo dudó.

En aquel tiempo, España pasaba por dificultades económicas. América parecía el paraíso.

Empacó sus cosas, dejó a Andrés con su tía y, con prisas, se despidió de él.

—Volveré por ti en unos meses —mintió.

El niño tenía nueve años. Siguió esperando, convencido de que su madre lo amaba.

Pero nunca regresó. Años más tarde, supo por su tía que María había vuelto de Estados Unidos, se casó con un hombre adinerado en Madrid y jamás preguntó por él.

Andrés la borró de su vida.

Ayudó a su tía Margarita, la visitaba a menudo, pero evitaban hablar de María. Cuando su tía intentó mencionarla, él la cortó en seco.

Se casó, tuvo dos hijas. A su esposa le contó la verdad. A sus niñas, les dijo que no tenían abuela. Nunca hicieron preguntas.

Y ahora, treinta añosY, al alejarse del parque, Andrés sintió por primera vez que el peso de su pasado ya no lo arrastraba hacia atrás.

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MagistrUm
Ella ha regresado