Daria cambió a sus nietos por un perro viejo, y luego enterró su culpa en silencio
—¡Daria, lleva a tu niño de aquí! ¡Está volviendo loco a mi pobre Benjamín! —gruñó irritada Laura Prado, señalando al perro despeinado que dormitaba en el sillón—. ¡Te lo he dicho claro: llévate a ese diablillo ahora mismo!
Daria, pálida, apartó al pequeño Hugo y murmuró: «Perdón, cariño».
De la habitación salió Hugo, el padre, frotándose las sienes con cansancio:
—¿Qué pasa ahora? ¡Con tanto grito no me dejáis trabajar!
—¡Ah, claro, le molestamos al señor trabajador! —replicó su madre con sarcasmo—. ¡Benjamín está en sus últimos días, mientras vosotros gritáis y cambiáis pañales! ¡Basta! ¡Os vais! ¿O pensáis vivir a mi costa para siempre?
—Mamá, ¿por qué tanto drama? Contribuimos, Daria limpia la casa…
—¡Me da igual! Yo ya he vivido lo mío. ¡Arreglad vuestra vida! ¡Tenéis tres días para iros!
Hugo miró con rabia al perro viejo y se encerró en silencio. Daria se acercó a la cuna donde dormían sus gemelos de seis meses, se sentó y no pudo contener las lágrimas.
—Nos vamos hoy —dijo su marido, abrazándola—.
—¿Pero adónde, Hugo? No tenemos ahorros ni casa…
—Carlos me dejó las llaves de su piso. Está de viaje. Buscaré trabajos extras. Saldremos adelante, lo prometo.
Ella asintió y comenzó a empacar. Al despedirse, Laura ni siquiera se asomó. Solo gritó desde la cocina:
—¿Os vais? ¡Pues que os vaya bonito!
Pero el destino les tenía reservado otro camino. Un taxi los llevaba al piso de Carlos cuando un coche los embistió. Hugo y los niños murieron al instante. Daria sobrevivió, pero ingresó en la UCI en estado crítico.
Pasó casi dos meses en coma. Un día gris y frío, entreabrió los ojos. La primera persona que vio fue Laura Prado.
—Dariña, mi sol… ¡Dios mío, has despertado! —susurró, besándole las manos.
—¿Quién… es usted? —murmuró Daria, débil.
—Soy tu madre… —mintió la suegra, temblando.
Laura ocultó la tragedia. Le dijo al médico que Daria había perdido la memoria y le rogó que no le revelara nada. «No es el momento», pensó. Tiró las pertenencias de Hugo y los niños, escondiendo las fotos en una caja en lo alto del armario. Quería volver atrás. Corregir algo.
Daria se recuperó lentamente en casa. Solo se sentía segura con Alejandro, el fisioterapeuta. Él la hacía sonreír. A Laura, en cambio, la evitaba; su contacto le resultaba frío, falso.
Un día, Laura subió a una silla vieja para limpiar el polvo. La silla cedió, y se lastimó la pierna. Daria la llevó al hospital, pero olvidaron los documentos.
Al volver a buscarlos, Daria vio la caja polvorienta. La abrió. Fotos suyas, de Hugo, de los gemelos… La memoria regresó como un rayo. Un dolor punzante la atravesó. Gritó.
Entró corriendo en el hospital, blandiendo las fotos.
—¡Dime la verdad! ¿Dónde están mis hijos? ¿Dónde está Hugo?
Laura rompió a llorar. De culpa, de dolor. Su silencio fue un cuchillo. Daria se desmayó en la entrada.
Al despertar, huyó. Corrió bajo la lluvia, sin rumbo, hasta un puente. Miró el río, imaginando el alivio del vacío. «Si salto… silencio. Olvido».
De pronto, unas manos firmes la sujetaron. Era Alejandro.
—Daria… No te dejaré caer. Llora. Grita. Pero no te rindas. Estoy aquí.
Ella se aferró a su pecho, sollozando como nunca. Él acarició su pelo en silencio.
Les esperaba un largo camino: perdonar, reconstruirse, aprender a vivir de nuevo. Pero en ese instante, entre el viento helado y el cielo plomizo, comenzó un nuevo capítulo. Sin la felicidad perdida, pero con la luz de la esperanza al frente.
La vida no perdona las decisiones egoístas, pero siempre ofrece una segunda oportunidad para redimirse.