«Ella brilla con belleza, pero yo ya no lo aprecio»

—De verdad que está guapísima. Y yo ya ni me daba cuenta—, pensó Javier.

La mañana fue un caos, como siempre. Lucía había preparado el desayuno, despertado a Carlita. Él ocupaba el baño, así que tuvo que lavar a su hija en la cocina. Sin querer, al agarrar la toalla, tiró una taza de la mesa. Al ruido, apareció Javier. Lucía le pidió que sostuviera a Carlita mientras recogía los trozos de cerámica.

—Uf, creo que ya está todo—. Lucía se vistió a toda prisa.

—Me voy, lleva tú a Carla al cole. Hoy es un día importante—, dijo desde el recibidor, abrochándose las botas—. Tengo que presentar un proyecto. Si sale bien, me darán más responsabilidades, más sueldo y experiencia.

Se puso el abrigo, se miró un último instante en el espejo con esa mirada crítica suya, agarró el bolso y salió disparada. Javier ni tuvo tiempo de protestar.

Terminó el café con pan tostado mientras Carlita lo observaba con esos ojos suyos.

—¿Quieres?

La niña asintió.

—No, que luego no te comes el puré en el cole.

Al oír “puré”, Carlita hizo una mueca.

—A mí tampoco me gustan muchas cosas. Por ejemplo, que mamá siempre salga pitando de casa. Con eso no hay quien pueda—. Javier dejó el plato en el fregadero.

Le costó un siglo ponerle las medias a Carlita, que siempre se le enroscaban. Luego, otro rato buscando los mitones, que aparecieron sobre el radiador de la cocina, calientes y arrugados. Finalmente, salieron del piso, Javier cargó con la niña y bajó corriendo las escaleras.

Al dejar a Carlita con la profesora, esta empezó a explicarle algo.

—Perdone, llego tarde—, la cortó en seco y salió casi avergonzado de la guardería.

Solo dentro del coche respiró tranquilo. Se tomó un minuto para recuperarse del sprint matutino antes de ir al trabajo.

Durante el trayecto, recordó lo bien que estaba todo cuando Lucía se quedaba en casa. Salía y volvía a un piso ordenado, con la cena hecha y sin prisas. Ahora todo era a carreras. No podía seguir así.

Muchas mujeres darían lo que fuera por estar en su lugar: en casa, sin estrés. Pero ella quiere independencia, carrera. ¿Para qué se casó, entonces? Que se hubiera dedicado solo al trabajo. Debía convencerla de dejarlo. ¿Acaso les faltaba dinero? Decidió hablar con ella esa noche. Hasta se animó un poco.

El trabajo lo distrajo de los líos de la mañana. Después de comer, llegó un mensaje: “Me retraso, recoge a Carla, por favor”.

Vaya. Y él que pensaba quedar con los amigos en el bar. Ya casi no se veían. El humor se le desmoronó.

Esa noche, mientras freía patatas, llegó Lucía, radiante, sin quitarse siquiera el abrigo.

—¡Imagínate! Mi presentación fue un éxito. ¡Me han puesto al frente del proyecto! Felicítame—. Se alzó de puntillas y le ofreció la mejilla. Javier la besó.

—¿No te alegras?— Notó su cara de pocos amigos.

—Claro, qué bien. Mi mujer con carrera, dirigiendo proyectos. Sin tiempo para su familia. ¡Fantástico!— soltó con sarcasmo.

—¿Qué te pasa? ¿Me tienes envidia porque a mí me va bien y tú sigues siendo un simple comercial?

—¿Envidiarte? Carla casi no te ve. ¿No tenemos suficiente dinero?

—No grites. Esto no va por ella, va por ti. Sí, voy a ganar más que tú. Y eso te molesta. ¿No lo entiendes? Quiero hacer lo que me gusta, no quedarme en casa. Quiero verme bien. Así era cuando te enamoraste de mí, ¿no?

Javier se calló. Era cierto.

—Pero eso fue antes. Ahora tenemos una hija. Y una niña necesita a su madre— replicó.

—Y también a su padre. A los hombres os encanta cargar todo a nosotras y luego echar la culpa. Pues ocúpate tú— contestó Lucía.

La discusión escaló. Ninguno cedía. Esa noche se acostaron de espaldas, enfadados, pero en sueños ella apoyó una mano en su pecho y él la cubrió con la suya. Dormidos, seguían queriéndose.

Al día siguiente, Javier se levantó temprano, esperando escapar primero. Pero Lucía ya estaba en la cocina, despertando a Carlita. Respiró hondo y se fue a afeitar. Y todo se repitió: el café derramado, Carlita luchando con los calcetines, y Lucía lista en la puerta.

Javier le gritó que hoy no podría recoger a Carla… pero solo escuchó el portazo.

—¡Maldita sea!— Arrojó la camisa a la cama.

No era así como imaginaba su familia. Su madre no trabajaba, cocinaba, esperaba a su padre, le ayudaba con los deberes. Nunca hubo peleas. ¿Por qué ellos no podían tener eso?

En el trabajo, Marga se le acercó. Tuvieron algo intenso y breve antes de Lucía. O más bien, por Lucía la dejó.

—¿Qué te pasa últimamente?— preguntó.

—¿Qué?— Echó café instantáneo en la taza.

—Irritable, malhumorado. ¿La vida de casado no es tan bonita?

—¿De qué hablas? Con Lucía todo bien. Es que… volvió a trabajar y aún nos adaptamos—. Vertió agua hirviendo y la miró.

Sus labios pintados esbozaron una sonrisa cómplice. Estaba espectacular, como de revista.

—Siempre ocupado. Si quieres, puedo echarte una mano— ofreció.

—¿Cómo?

—Pues recoger a tu hija del cole. La llevo a mi casa y luego pasas. Hace mucho que no vienes—. Inclinó la cabeza. Su mirada era una promesa—. No soy tan difícil como tu mujer—. Su mano se acercó para ajustarle el cuello.

Javier le sujetó la muñeca y la apartó. Imaginó a Carlita diciendo: “Mamá, vino a buscarme la tía…”.

—No. Entre nosotros se acabó. Tenemos un trato. Debo trabajar—. Salió con su café.

Esa noche, Lucía llegó tarde otra vez. No discutieron, pero apenas hablaron. Ella sabía adónde llevaban esas peleas. No quería perderlo. Pero amaba su trabajo. Intentó abrazarle al dormir, pero él se giró.

Pasó horas despierta, pensando. No quería dejar el trabajo, le iba bien. Pero… ¿y si Javier tenía razón? Tampoco era justo para Carlita.

Javier era atractivo. En la oficina habría más como Marga, esperando su momento. Al menos él fue sincero acerca de su pasado.

«Otras lo logran. ¿Yo no puedo? Basta de quedarme tarde. Reuniones por la mañana. Y delegar más. ¡Ya está!». Acomodó la cabeza en la almohada.

Al día siguiente, salió Lucía en la tele, presentando su proyecto. Cuando le preguntaron cómo compaginaba familia y trabajo, respondió: “Tengo un marido maravilloso que me ayuda en todo”.

«De verdad que está guapísima. Y yo ya ni me daba cuenta», pensó Javier.

—Vi a tu mujercita en la tele—, lo abordó Marga.

—Déjame en paz—. Y vio cómo sus ojos, tan bien maquillados, brillaron de ira un instante.

Marga sonrió, escondiendo sus garras.

—Pero si hasta dijo lo buen marido que eres. Los como tú no deberían ser de una sola.

—Marga, basta. Fíjate en Alejandro, que lleva meses detrás de ti—. Se fue, olvidando el café.

Su madre tambiénAl llegar a casa, encontró a Lucía riendo con Carla, y en ese momento supo que, entre prisas y discusiones, habían encontrado la manera de ser felices juntos.

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«Ella brilla con belleza, pero yo ya no lo aprecio»