Ella anhelaba bailar.

Ella soñaba con bailar

La música cesó y el salón se quedó en silencio. Elena solo escuchaba su propia respiración. De pronto, un aplauso solitario rompió la quietud, seguido por una ovación ensordecedora. El público se puso de pie, muchos con lágrimas en los ojos.

Elena intercambió una mirada con Antonio. Él se inclinó y la besó. En sus labios quedó el sabor salado de sus lágrimas. Los aplausos comenzaron a apagarse mientras la gente abandonaba el local. Antonio empujó la silla de ruedas de Elena hacia la salida.

—¿Cansada?
—No. ¡Soy feliz! ¡Gracias a ti! —Ella rió entre lágrimas.

***

Elena preparaba la cena mientras miraba el reloj una y otra vez. Pronto llegaría Daniel. Puso la tetera al fuego y cortaba las verduras para la ensalada con prisas. Volvió a mirar el reloj. «Se está retrasando. ¿Llamarle? No. Otra vez dirá que me invento cosas, que soy celosa sin motivo. Quiero creerle… pero ya no puedo.»

Sus manos temblaban, ansiosas por agarrar el teléfono. «¿Otra vez?»

Apretó el cuchillo con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Luego lo soltó, y el metal resonó al chocar contra la mesa. Las manecillas del reloj avanzaban con exasperante lentitud. Finalmente, no pudo resistirlo y marcó el número de su marido. «Vamos, contesta. Dime que ya estás llegando,» le suplicaba a los interminables tonos, que parecían burlarse de ella.

Arrojó el móvil. Resbaló por la mesa y se detuvo al borde. «Tranquila. No pierdas la cabeza. Llegará pronto…»

Daniel entró pasada la medianoche. Elena, exhausta por el llanto, se había dormido, pero el ruido de la llave en la cerradura la despertó. Una línea de luz se filtraba bajo la puerta. Ella se levantó y la abrió de golpe. Daniel, quitándose los zapatos, se sobresaltó, pero disimuló rápidamente.

—Me asustaste. ¿Por qué no duermes?

—Quiero mirarte a los ojos. Prometiste no volver a verla.

—No empieces. Estaba con los chicos, vimos el partido, tomamos unas cervezas…

—No puedo más. No po-d-go, —cortó ella, marcando cada sílaba—. No puedo seguir esperando, escuchando tras la puerta. Basta. —Se abrazó el vientre, encorvada, como si el peso del dolor la doblara.

Se dejó caer en la cama y rompió a llorar.

—Elena, estoy harto de tus celos. No me dejas respirar. Ya te dije que me entretuve con los chicos… —Daniel se acercó, pero no hizo nada por consolarla.

—¿Y no podías llamar? ¿Otra vez se te acabó la batería? Qué original. Ni siquiera hueles a cerveza. —Se incorporó de un salto y corrió al recibidor.

Cuando Daniel reaccionó, ya era tarde. Elena sacó su móvil del bolsillo del abrigo y vio la pantalla iluminarse.

—¡Dámelo! —Intentó quitárselo, pero ella apartó el brazo.

“¿Cariño, ya llegaste? ¿Tu mujer ya armó el escándalo o lo dejó para mañana?” —leyó en voz alta, con tono meloso—. ¿Y cuál de tus amigos te llama “cariño”?

Daniel intentó recuperarlo, pero ella se lo entregó sin resistir. Lo empujó, pasó junto a él y empezó a vestirse.

—Dile que estás libre. Me voy a casa de mi madre. Mañana no quiero verte aquí.

—Basta, Elena. Es de noche. Bueno, sí… No estaba con los chicos… —tartamudeó.

El rostro de ella se contrajo, como si viera algo repugnante.

—¿Qué más quieres? —preguntó en un susurro, doblada por el dolor—. No puedo seguir así. No quiero ni un segundo más contigo.

Tomó el bolso y salió. Daniel no la detuvo. En la calle, pidió un taxi y llamó a su madre.

—¿Otra pelea? Te dije que no confiaras en sus promesas. Debiste irte la primera vez, —reprochó su madre.

—Basta, mamá, hablamos luego. —Colgó.

Pero no llegó a casa de su madre. El taxi avanzaba por la ciudad dormida cuando, desde una calle lateral, un todoterreno conducido por un borracho se estrelló contra ellos. El impacto fue del lado de Elena…

Daniel fue al hospital cada día, incluso después de que la trasladaran de la UCI. Se sentía culpable. Si no hubiera cedido a los halagos de Irene para quedarse un rato más, quizá no habrían discutido, y Elena no habría tomado ese taxi…

Los médicos dijeron que lo hicieron todo, que en unos meses caminaría. Pero ni en medio año ni en uno lo logró. La esperanza se esfumó. Quedaría en silla de ruedas de por vida.

Daniel se quedó con ella. La madre de Elena ayudaba en casa. Pero, ¿cuánto aguantaría un hombre joven cuidando a una esposa discapacitada? Hay quienes no abandonan. Quería creerlo. Acostumbrado a no privarse de nada, con una amante joven y sana que lo tentaba, pronto sintió el peso insoportable de la culpa. ¿Hasta cuándo vivir así, viendo en los ojos de su esposa primero desesperación y luego odio? La dejó con su madre y se fue.

Vinieron días de desesperanza. Elena pensó en cómo acabar con una vida que ya no quería vivir: pastillas o saltar al vacío. Pero la puerta del balcón era estrecha. Incluso si lograba arrastrarse, ¿podría lanzarse? Mejor las pastillas… Pero su madre no la dejaba sola, escondía los medicamentos.

Un día, paseaban por el parque. Su madre empujaba su silla cuando una rueda quedó atrapada en un bache. De un tirón, la silla se inclinó peligrosamente. Un hombre joven las ayudó a tiempo.

—Gracias. Dios lo mandó. —La madre se llevó una mano al pecho, calmando el corazón acelerado.

—Las acompaño. ¿Adónde van? —Tomó las empuñaduras y condujo la silla con habilidad.

—¿Tiene experiencia? —preguntó la madre, caminando a su lado.

—Alguna. En el hospital, tras mi herida, ayudaba a otros que no podían caminar.

—¿Es militar?

—Sí. Estuve en una zona de conflicto. Me dieron de baja. Informaron a mi madre que había muerto, un error. Su corazón no lo resistió. Mi esposa se casó con otro. Una vez subí a la azotea…

La madre de Elena contuvo un grito.

—No creo en esas cosas, pero… Estaba al borde y algo me empujó hacia atrás. Me desplomé, temblando. Quizá solo fui cobarde. Ahora trabajo, vivo en un albergue hasta resolver lo de un piso.

Elena escuchó atenta. Pensó que su situación era mejor que la de este hombre, que perdió a su familia, su hogar y hasta a sí mismo.

—Mi hija tuvo un accidente. El conductor ni se inmutó, y ahora está así.

Antonio, así se llamaba, las acompañó hasta casa.

—¿Cómo hacen con la rampa? —preguntó al subir la silla por el empinado acceso.

—Nos las arreglamos. Los vecinos ayudan, aunque les molesta el espacio que ocupa.

La madre lo invitó a comer. Él aceptó sin reparos. Viendo cómo devoraba la comida, le sirvió más.

—¿Saldrán mañana? ¿A qué hora? —pregDesde entonces, Antonio se convirtió en su compañero de baile, demostrando que incluso las alas rotas pueden encontrar el ritmo de la vida.

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Ella anhelaba bailar.