Elena lavaba los platos después del desayuno cuando llamó su suegra Raquel. Arturo, de seis meses, dormía plácidamente en el cochecito del balcón, y así podían hablar tranquilamente.

Elena acababa de fregar los platos después del desayuno cuando su suegra Raquel llamó por teléfono. El pequeño Arturo, de seis meses, dormía plácidamente en el cochecito en el balcón, así que podía hablar con tranquilidad.

“Elena, cariño, tengo un favor que pedirte”, comenzó la mujer desde el otro lado de la línea. “Tengo muchas ganas de ver a mi nieto. ¿Puedo ir a visitaros?”

Elena no sospechó nada malo. Su suegra vivía al oeste del país y se veían muy poco. Desde el nacimiento de Arturo, solo hablaban por teléfono.

“Claro, Raquel, venga. Arturo está creciendo tan rápido que deberías verlo.”

“¿Y por cuánto tiempo? ¿Una semana, por ejemplo?”

“Sí, no hay problema”, concedió generosamente su nuera. “El sofá del salón se convierte en cama, es bastante cómodo.”

La suegra se emocionó al instante:

“Oh, gracias, cariña. Entonces iré en un par de días. Ya compré los billetes por si acaso.”

Elena sonrió. Después de la llamada, le contó a su marido, Víctor, sobre la próxima visita.

“Bien, que venga”, aceptó él. “Hace tiempo que no veo a mi madre.”

Tres días después, Elena recibió un mensaje de su suegra:

“Llego hoy, no hace falta que me recojáis, iré en taxi.”

La nuera preparó el sofá, compró más comida e incluso un pastel.

Raquel apareció por la tarde con dos grandes bolsas y una sonrisa amplia. Pero detrás de ella, en el pasillo, se vislumbraba la figura de un hombre.

“Elena, te presento”, dijo la suegra con entusiasmo. “Este es Ramón, mi amigo. Él también tenía que venir a Madrid por unos asuntos, así que decidimos viajar juntos y conoceros.”

Elena miró confundida al desconocido de unos sesenta años. Canoso, con un traje gastado y una maleta raída en la mano.

“Encantada”, murmuró.

“Mucho gusto”, respondió Ramón, tendiendo la mano. “Raquel me ha hablado mucho de vosotros.”

Elena los guió al salón, intentando entender qué estaba pasando.

En voz baja, le preguntó a su suegra:

“Raquel, ¿dónde va a quedarse Ramón? No me avisaste que vendrías acompañada.”

“¿Y qué tiene de malo?”, se sorprendió la suegra. “El sofá es grande, cabremos los dos. Ramón no es exigente.”

Elena se quedó en medio del salón, intentando asimilar la situación. El piso de dos habitaciones que alquilaban con su marido estaba pensado para tres personas. Ahora, de repente, eran cinco.

“Raquel, pero preparé todo para una persona. Tenemos un bebé y poco espacio.”

La suegra ya estaba abriendo su bolsa:

“Elena, no te preocupes. Somos gente sencilla, no ocuparemos mucho. ¿Verdad, Ramón?”

El hombre asintió mientras miraba el piso con interés:

“Bonita casa. Buena zona, transporte cerca. Ideal para buscar trabajo.”

“¿Buscar trabajo?”, repitió Elena.

“Sí, he decidido establecerme en Madrid”, explicó Ramón. “En mi pueblo no hay oportunidades, pero aquí puedo intentar algo.”

Elena sintió que le daba vueltas la cabeza. ¿Quería decir que no se iría en unos días?

“¿Cuánto tiempo planeas quedarte?”

“Bueno, lo que se necesite”, respondió Raquel con calma. “Ramón necesita tiempo para encontrar trabajo.”

Elena, disimulando su confusión, fue a la cocina a preparar la cena. En ese momento, Víctor llegó del trabajo.

“Hola, ¿cómo va todo? ¿Ha llegado mi madre?”

“Sí. Y no viene sola.”

Su marido se detuvo:

“¿Cómo que no viene sola?”

“Trae a un acompañante. Ve a conocer a Ramón.”

Víctor entró en el salón, donde Raquel le mostraba a su compañero fotos familiares en el móvil.

“Mamá, no me avisaste que vendrías con alguien.”

“Víctor, hijo”, dijo ella alegremente. “Al fin os conocéis. Ramón, este es mi hijo.”

Los hombres se dieron la mano. Ramón sonrió con simpatía:

“Raquel me ha contado mucho de ti. Tenéis una buena familia.”

“Gracias”, respondió Víctor, seco. “Mamá, ¿podemos hablar?”

Salieron a la cocina. Elena fingió estar ocupada cocinando, pero los escuchó.

“Mamá, ¿has perdido la cabeza? ¿Traer a un desconocido a nuestro piso?”

“Víctor, no grites. Ramón es buena persona, llevamos medio año saliendo.”

“Salid todo lo que quieras, ¡pero no en nuestra casa!”

Raquel se ofendió:

“Así que así está la cosa. La madre solo estorba. Y yo que pensaba que mi hijo estaría contento.”

Víctor suspiró:

“Mamá, no es por ti. Pero tenías que avisar. Tenemos un bebé, horarios, necesitamos tranquilidad.”

“Seremos discretos”, prometió la suegra. “Y no será por mucho. Ramón solo necesita tiempo para establecerse.”

Al final, Víctor cedió. Echar a su madre y a su acompañante habría sido incómodo, y Elena no insistió.

Los primeros días transcurrieron con relativa calma. Raquel se ocupaba de su nieto, Ramón revisaba anuncios de empleo. Pero pronto empezaron los problemas.

Por la mañana, cola para el baño. Ramón tardaba mucho en afeitarse. Raquel preparaba desayunos para todos sin preguntar qué querían. Por la noche, los invitados veían la tele en el salón, mientras la pareja y el bebé se apretujaban en el dormitorio.

“Elena, ¿tienes un portátil?”, preguntó Ramón durante la cena. “Necesito enviar mi currículum.”

“Sí, pero lo usamos nosotros. Para el trabajo.”

“Solo un momentito. Es importante.”

El hombre se instaló en el salón y pasó allí gran parte del día, llamando a posibles empleadores, y bastante alto.

“Sí, mucha experiencia. Fui subjefe de taller en Sevilla. ¿Qué importa la edad? Todavía rindo muy bien.”

Arturo se despertaba con las voces y lloraba. Elena lo calmaba, mientras Ramón seguía con sus negociaciones.

“Disculpe, es mi nieto. Todavía es pequeño, ya sabe.”

Raquel intentaba ayudar con el bebé, pero sus métodos eran muy distintos a los de Elena:

“Elena, ¿por qué lo coges en brazos enseguida? Que llore un poco, es bueno para los pulmones.”

“Raquel, tiene hambre.”

“No puede ser, comió hace una hora. Seguro que le están saliendo los dientes.”

Elena calló, sin ganas de discutir.

Tras una semana, la paciencia empezó a agotarse. Ramón no encontraba trabajo, pero no perdía el entusiasmo. Raquel se sentía como en casa y actuaba como la dueña.

“Elena, ¿por qué tenéis la nevera tan vacía?”, preguntó, abriéndola. “Habría que comprar comida decente.”

“Compramos lo que necesitamos”, respondió su nuera.

“Hay que comer cosas más sustanciosas, no solo yogures y quesitos. Ramón necesita alimentarse bien, está buscando trabajo.”

Elena se sorprendió por el descaro de su suegra, pero siguió callando. El presupuesto familiar ya estaba al límite, y los invitados solo habían ido a comprar una vez.

Además, molestaban las llamadas de Ramón a sus amigos:

“Pepe, ¿qué tal? Ahora estoy en Madrid. Me he quedado en casa del hijo de mi pareja. Piso de dos habitaciones, buena zona.”

Elena escuchaba sin creerlo. Resultaba que estaban mant

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Elena lavaba los platos después del desayuno cuando llamó su suegra Raquel. Arturo, de seis meses, dormía plácidamente en el cochecito del balcón, y así podían hablar tranquilamente.