Elección Imposible: Entre Padres y Separación

En un pueblecito del sur de España, donde las calles se llenan del aroma a naranjos y el calor del verano se suaviza con las brisas de la tarde, Marina y Alejandro llevaban cinco años casados. Su acogedor piso de dos habitaciones en el centro era para Marina su refugio, un lugar que cuidaba con esmero. Pero una noche fatales, todo cambió.

Alejandro llegó del trabajo y durante la cena empezó a hablar de los problemas de sus padres. Habían construido una gran casa de dos plantas en las afueras, soñando con una jubilación tranquila. Pero en invierno, aquel lugar se convertía en un iglú: la calefacción devoraba sus ahorros y la pensión no les alcanzaba. Sin otra salida, sus suegros les pidieron pasar el invierno con ellos. Al oírlo, Marina sintió la sangre subirle a la cabeza.

—¡No voy a permitir que tus padres se muden con nosotros! —cortó ella, conteniendo la rabia—. ¡Y menos con su perro! No soy su criada para limpiar tras ellos y aguantar sus manías. Cuando nosotros necesitábamos ayuda, tu madre nos cerró la puerta en las narices. ¡Que ahora asuma las consecuencias!

Esperaba discusión, ruegos, pero en vez de eso, Alejandro la miró fijamente y soltó unas palabras que le resonaron como un martillazo:

—O mis padres se vienen a vivir aquí, o nos divorciamos.

El silencio se hizo pesado. Marina sintió que el suelo se abría bajo sus pies. No podía creer que su marido la pusiera en esa disyuntiva. Pero no iba a ceder. ¿Aceptar a su suegra y a su enorme pastor alemán, acostumbrado a un jardín amplio, en su pequeño piso? Era demasiado. La relación con su suegra siempre había sido tensa: la mujer la despreciaba, creyéndola indigna de su hijo. La idea de que esa mujer mandara en su casa la enfurecía.

—Tus padres tienen otros dos hijos —dijo fría, apretando los puños—. Que vayan con ellos. No pienso sacrificar mi tranquilidad por gente a la que le importo un bledo. Este piso es mío, y solo yo decido quién entra.

Le recordó cómo sus suegros alardeaban de su casa, construida para impresionar a los vecinos, sin pensar en los gastos. ¿Y ahora sus problemas debían resolverlos ella? Ni loca. No iba a convertir su vida en un infierno por el orgullo ajeno.

Alejandro callaba, pero su mirada era firme. Marina entendió que aquel ultimátum no era un farol. Tenía que elegir: ceder y perderse a sí misma, o defender su espacio, arriesgando su matrimonio. El corazón le dolía, pero sabía que no había vuelta atrás.

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