ÉL VIVIRÁ ENTRE NOSOTROS…

El timbre sonó con ese molesto pitido que anuncia visita. Lucía se quitó el delantal, se secó las manos y fue a abrir. En la puerta estaba su hija con un chico. Los dejó pasar.

—Hola, mami —la besó en la mejilla—. Te presento a Álvaro, va a vivir con nosotras.

—Buenas —saludó él.

—Y esta es mi madre, tía Lucía.

—Lucía Martínez —la corrigió ella.

—Mamá, ¿qué hay para cenar?

—Puré de garbanzos y salchichas.

—Yo no como puré de garbanzos —dijo el chico, se quitó los zapatos y se metió en el salón.

—Pero, mamá, Álvaro no come garbanzos —la chica abrió los ojos como platos.

El chico se tumbó en el sofá y tiró la mochila al suelo.

—Esta es mi habitación, por cierto —dijo Lucía.

—Álvaro, ven, te enseño dónde viviremos —gritó Martita.

—Me gusta aquí —refunfuñó él, levantándose.

—Mamá, piensa algo para darle de cenar a Álvaro.

—Ni idea, quedan medio paquete de salchichas —se encogió de hombros Lucía.

—Vale, con mostaza, kétchup y pan —contestó él.

—Perfecto —fue todo lo que dijo Lucía, yéndose a la cocina—. Antes traía gatitos y perritos a casa, y ahora esto. Encima a darle de comer.

Se sirvió puré, puso dos salchichas en el plato, acercó el bol de ensalada y empezó a cenar con ganas.

—Mamá, ¿por qué comes sola? —entró su hija.

—Porque vengo del trabajo y tengo hambre —respondió Lucía, masticando—. El que quiera comer, que se sirva o que cocine. Y una cosa: ¿por qué va a vivir Álvaro aquí?

—¿Cómo que por qué? Es mi marido.

Lucía casi se atraganta.

—¿Qué marido?

—Pues eso. Ya soy mayor y decido si me caso o no. Tengo diecinueve, por cierto.

—Ni me invitasteis a la boda.

—No hubo boda, solo firmamos. Como somos marido y mujer, viviremos juntos —dijo Marta, mirando de reojo a su madre.

—Enhorabuena. ¿Y por qué sin boda?

—Si tienes dinero para una, dánoslo y lo gastaremos en algo mejor.

—Vale —siguió cenando—. ¿Y por qué aquí?

—Porque en su casa viven cuatro en un piso de una habitación.

—¿Y alquilar no era opción?

—¿Para qué, si está mi habitación? —dijo la hija, sorprendida.

—Claro.

—¿Nos das algo de comer?

—Marta, la olla está en la cocina, las salchichas en la sartén. Si no hay, queda medio paquete en la nevera. Servíos vosotros.

—Mamá, no entiendes, ¡te ha salido un YERNO! —subrayó Marta.

—¿Y? ¿Quieres que baile flamenco para celebrarlo? Marta, vengo cansada del trabajo, dejemos teatros. Con manos y piernas os servís solos.

—¡Por eso estás sola!

Marta la miró con rabia y salió, cerrando la puerta de golpe. Lucía terminó, lavó sus platos, limpió la mesa y se fue a su cuarto. Se cambió, cogió la bolsa del gimnasio y se fue. Era mujer libre, y algunas tardes las pasaba en el gimnasio o la piscina.

Cerca de las diez, volvió. Con ganas de un té, encontró la cocina hecha un desastre. Alguien había intentado cocinar. La tapa de la olla había desaparecido, el puré se había secado. El paquete de salchichas estaba abierto, el pan fuera de la bolsa. La sartén quemada, con rallazos de tenedor. Platos sucios en el fregadero, un charco dulce en el suelo. Y olía a tabaco.

—Vaya novedad. Marta nunca hacía esto.

Abrió la puerta de su hija. Los jóvenes bebían vino y fumaban.

—Marta, limpia la cocina. Y mañana compras una sartén nueva —dijo Lucía, yéndose sin cerrar la puerta.

Marta saltó y fue tras ella.

—¿Por qué tenemos que limpiar? ¿Y de dónde saco dinero para una sartén? No trabajo, estudio. ¿Te importa más un plato que yo?

—Escucha, las reglas de esta casa son claras: el que ensucia, limpia; el que rompe, repone. Y sí, me importa la sartén, no es gratis y ahora está inútil.

—No quieres que vivamos aquí —espetó Marta.

—No —respondió Lucía tranquila. No le apetecía discutir, y Marta nunca había sido así.

—Pero es mi casa también.

—No, el piso es mío. Lo compré con mi dinero. Tú solo estás empadronada. Si queréis vivir aquí, seguís las reglas.

—Siempre bajo tus normas. Me he casado y ya no me mandas —chilló Marta—. Ya has vivido, déjanos el piso.

—Os dejo el pasillo del edificio y un banco en el parque. Mira, cariño, ¿te casaste sin preguntarme? Duermes aquí sola o con tu marido en otro sitio. Él no vive aquí.

—¡Que te parta un rayo con tu piso! Álvaro, nos vamos —gritó Marta, y empezó a recoger.

A los cinco minutos, el yerno entró en la habitación de Lucía.

—Oye, suegra, no te pases y todo irá bien —dijo, tambaleándose—. No nos vamos a estas horas. Si te portas bien, hasta haremos el amor en silencio.

—¿Qué suegra ni qué nada? Tienes padre y madre en tu casa, vete con ellos y llévate a tu recién casada.

—¡Te voy a enseñar! —levantó el puño.

—Ah, ¿sí?

Lucía le agarró la mano con sus uñas perfectas, apretando fuerte.

—¡Aaah, suéltame, loca!

—¡Mamá, ¿qué haces?! —gritó Marta, intentando separarlos.

Lucía la apartó y le dio una rodillazo a Álvaro, seguido de un codazo en el cuello.

—Voy a denunciarte —chilló él.

—Espera, llamo a la policía para que lo vean mejor —dijo Lucía.

Los jóvenes se fueron, dejando el piso de dos habitaciones.

—¡No eres mi madre! —gritó Marta—. ¡Y no verás a tus nietos!

—Qué drama —respondió Lucía con ironía—. Por fin viviré tranquila.

Miró sus manos: algunas uñas rotas.

—Solo gastos con vosotros.

Tras limAl día siguiente, mientras Lucía tomaba su café en silencio, sonó el timbre y al abrir encontró a Marta llorando en el rellano, con una maleta pequeña y una expresión que decía más que mil palabras.

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