ÉL VINO… PORQUE AMA

ÉL VINO… PORQUE LA AMABA

Pedro se mudó al pueblo de Valdecasas desde un pueblo vecino. Al principio, se instaló en una casita antigua que heredó de una prima lejana—temporalmente, mientras construía su propia casa. Y una tarde, mientras clavaba las últimas tablas del porche, la vio: una mujer esbelta, elegante, con aire de ciudad, bajando del autobús. Lidia. Así se llamaba su vecina.

—Qué belleza… Y qué porte—pensó él—. Una mujer de verdad.

Unos días después, la encontró en la tienda del pueblo. No se anduvo con rodeos:

—Tú eres Lidia, pregunté a los vecinos. Yo soy Pedro. ¿Nos conocemos?

Ella se ruborizó, pero por dentro brillaba—¡un hombre así fijándose en ella! Pedro no se dio por vencido, y empezaron a salir. Un año después, le entregó una cajita con un anillo…

Han pasado muchos años. Ahora Lidia tiene cincuenta y ocho, Pedro tres menos. Viven solos en una casa cálida con un porche nuevo. Su hijo ya es mayor, se fue a otra provincia con su familia. Tienen una nieta—la pequeña Lucía, de cinco años, su única y adorada nieta.

Aquel día, Lidia esperaba a Pedro. Él estaba en el campo—la siembra de primavera estaba terminando. Ella preparó un cocido, puso la mesa y se quedó pensativa junto a la ventana:

—Se está tardando mi Pedro… Dijo que hoy terminarían.

Sentada allí, se dejó llevar por los recuerdos. Su infancia había sido dura. Nació en una familia numerosa—seis hijos, ella la mayor. Una casa pequeña, llena: padres, abuela paterna y el alboroto de los niños. Los padres trabajaban sin descanso, y Lidia, con la abuela, se encargaba de todo.

Cuando le contaba esto a su nieta, la niña no lo entendía:

—Abuela, ¿con qué jugabas si no tenías juguetes?

—Con lo que fuera, Lucía… piedras, palos, trapos…

No seguía—era demasiado pronto para que la pequeña lo comprendiera.

El padre de Lidia era carpintero—manos de oro, siempre tenía trabajo. Ganaba bien, pero cada noche había una botella en la mesa. Llegaba alegre, su madre refunfuñaba, pero no les hacía daño, al contrario—era cariñoso.

En su casa no ponían árbol de Navidad. El primero que vio Lidia fue en la escuela. Allí sí que era mágico.

Cuando su padre murió, Lidia tenía solo nueve años. Dos meses después, se fue también la abuela. Su madre quedó sola con seis hijos. Los vecinos ayudaron con los funerales, pero la vida se volvió imposible.

—Mamá, ¿y ahora qué hacemos?—susurraba Lidia.

—No lo sé, hija… Pero seguiremos. ¿Adónde íbamos a ir?

Su infancia terminó. Lidia se convirtió en una segunda madre: cocinaba, limpiaba, cuidaba a sus hermanos. Los sueños de amigas y juegos se olvidaron. Solo en verano era un poco más fácil: la huerta, los animales—duro, pero conocido.

A los diez años, se cayó del granero—resbaló al alcanzar el heno. Se lastimó gravemente el brazo. Los médicos intentaron salvarlo, pero los dedos nunca recuperaron su movilidad. Después de eso, muchas cosas le costaban. El colegio era difícil, pero se esforzaba.

Después del instituto, la enviaron a una escuela técnica. Y allí, por fin, fue feliz. Amigos, respeto, la alababan por su esfuerzo—sobre todo en costura.

—¡Lidia, eres una artista! Mira qué bien te queda.

Hasta viajó al extranjero con los mejores estudiantes. En vacaciones, volvía a casa con regalos: ropa que cosía para sus hermanos. Rara vez algo para ella—siempre pensaba en los demás.

En segundo año, se enamoró de Pablo. Amable, alegre, atento. Salieron, ella soñaba con casarse. Pero su madre fue cruel:

—¿Qué matrimonio? Con ese brazo, nadie te querrá… Te tocará estar sola.

Las palabras le atravesaron el corazón. Poco a poco, su relación con Pablo se desvaneció. Después de estudiar, encontró trabajo, pero al cabo de unos años la despidieron. Tuvo que volver al pueblo.

Y entonces apareció él—Pedro. Alto, guapo, trabajador. Construyó su casa, se instaló cerca. Y la miró a ella…

Y así empezó todo—de verdad, esta vez. A él no le importó la diferencia de edad. No le asustaban sus heridas, ni su brazo dañado. Simplemente, la amaba.

Su hijo creció bueno e inteligente. Y ahora, su nieta les llenaba de alegría.

Y esa tarde, cuando el cocido ya se enfriaba, Lidia lo vio por la ventana. Pedro llegaba cansado, pero sonriente.

—Bueno, cariño, ¡ya está! Terminamos la siembra. Ahora a descansar—dijo al entrar.

Ella le arregló el cuello de la camisa, lo abrazó. Y él la miró como hacía años. Con amor.

Hoy sé que las palabras de su madre estaban equivocadas. El amor verdadero no ve defectos—ve personas. Y Pedro… vino porque la amaba.

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ÉL VINO… PORQUE AMA