El espejo antiguo, o cómo se reconciliaron el yerno y la suegra
Lucía llegó a casa tarde. El piso estaba sospechosamente silencioso. Ni la voz de su marido, ni el murmullo habitual de su madre.
—¿Mamá? ¿Javier? —llamó, asomándose a las habitaciones. Vacías.
«Javier debe estar en el taller del garaje —pensó—. ¿Y mamá? ¿Habrá cabreado y se habrá ido?»
Se puso una chaqueta y salió al patio. Desde la puerta entreabierta del garaje se filtraba una luz amarillenta y se escuchaban voces. Al entrar, Lucía se quedó paralizada.
Javier y su madre, Doña Carmen, trabajaban absortos en un espejo antiguo. Él pintaba el marco mientras ella, con un pañuelo en la cabeza y un delantal viejo, explicaba algo con entusiasmo.
—¡Mira cómo ha revivido la madera! —exclamaba Doña Carmen—. ¡Tu trabajo es arte puro, Javier!
—No exagere, Doña Carmen… Solo estoy haciendo un apaño.
—¡Un apaño dice! —bufó la suegra—. ¡Esto es una obra maestra!
Lucía se dejó caer en un taburete, sin creer lo que veía. Por la mañana, casi se habían peleado a muerte.
Todo empezó cuando Doña Carmen se mudó con ellos «temporalmente» tras el cierre del balneario donde había vivido los últimos dos años.
—Mamá, solo será un par de semanas —le aseguró Lucía a su marido—. Hasta que reabran plazas allí.
—Un par de semanas —murmuró Javier con amargura—. Y yo, viviendo con ella.
Dio vueltas por la cocina, apretando los puños, hasta que de pronto respiró hondo:
—¿Por qué no le pagamos una pensión? Con mi próximo bono…
—¿Estás loco? —se indignó Lucía—. ¿Para que luego me reproche que su propia hija echó a su madre?
El timbre de la puerta cortó el silencio. Doña Carmen, como siempre, había llegado una hora antes «para inspeccionar el terreno».
Nada más entrar, comenzó el interrogatorio:
—Lucía, cariño, estos papeles pintados están mustios… ¿Y este perchero? Javier, ¡al menos aprieta los tornillos!
Él se marchó al baño sin decir palabra.
En la primera semana, la suegra reorganizó los muebles, dejó la cocina reluciente, reordenó la vajilla y… llegó a los documentos de Javier.
—¡Doña Carmen! —alzó la voz él al no encontrar una carpeta importante—. ¿Dónde están mis papeles?
—Los tiré —respondió ella, encogiéndose de hombros—. Estaban arrugados. Los he puesto en carpetas nuevas. ¡Y por orden alfabético!
Javier se fue sin más, dando un portazo.
Lucía intentó concentrarse en el trabajo, pero su mente volvía siempre a casa. Su madre, inflexible. Su marido, terco. Y en medio, ella.
Al salir, fue directa a casa. El piso estaba vacío. Primero sintió miedo. Hasta que oyó las voces en el garaje.
Y ahora estaba allí, contemplando incrédula cómo aquellos dos, que por la mañana parecían enemigos, discutían sobre barnices y tratamientos de madera, riendo como viejos amigos.
—¿Mamá? —llamó, insegura.
—¡Ahí estás! —Doña Carmen sonreía radiante—. ¡Mira qué manos de oro tiene Javier! Y yo quejándome como una tonta…
Sacó un plato con tortitas de la mesa de trabajo:
—Aquí tienes. Vine a hacer las paces y… ¡zas! ¡Descubrimiento!
—¡No te imaginas! —saltó Javier—. ¡Tu madre sabe un montón de muebles viejos! Yo rompiéndome la cabeza con el marco, y ella: «Ponle aceite de linaza», ¡y zas! ¡Brilló!
—¿Mamá? —Lucía la miró asombrada—. Pero si tú trabajaste siempre en una oficina…
—Era un hobby —respondió Doña Carmen, haciendo un gesto vago.
—¡Anda ya! —Javier cogió una cajita tallada—. ¡Mira los colores que ha sacado! Yo no lo habría logrado en una semana.
—¿Tenéis muchas de estas cosas en tu pueblo? —preguntó, de pronto animado.
—¡El trastero está lleno! Armarios, espejos, estanterías… ¡Venid y lo veréis!
—¡Pues vamos! —se giró hacia su mujer—. Lucía, ¿qué tal este verano? ¡Imagina todo lo que podríamos hacer!
Doña Carmen juntó las manos:
—¿De verdad? ¿Vendréis?
—¡Claro que sí!
Se sentaron alrededor de una mesa improvisada, cubierta con un mantel de plástico. Encima, las tortitas, una tetera y un tarro de mermelada.
—Luego os enseñaré otro secreto —guiñó la suegra—. Tengo una idea para decorar el marco.
Lucía los observó, tan distintos y tan cercanos. Y sintió un nudo en el pecho: sí, a veces… la felicidad se esconde donde menos lo esperas. En un garaje viejo, entre el olor a barniz y serrín, donde una suegra y un yerno encontraron algo en común.