El espejo antiguo, o cómo se reconciliaron el yerno y la suegra
María llegó a casa tarde. La vivienda estaba sospechosamente silenciosa. Ni la voz de su marido ni el murmullo habitual de su madre.
—¿Mamá? ¿Javier? —preguntó, asomándose a las habitaciones. Vacío.
«Seguro Javier está en su taller del garaje —pensó—. Pero mamá… ¿habrá tomado la maleta y se habrá ido ofendida?»
Se echó la chaqueta y salió al patio. Por la puerta entreabierta del garaje se filtraba una luz amarillenta y se escuchaban voces. Al entrar, se quedó helada.
Javier y su madre, Carmen Montalbán, trabajaban entusiasmados en un espejo antiguo. Él barnizaba el marco mientras su suegra, con un pañuelo en la cabeza y un delantal viejo, explicaba algo con gestos animados.
—¡Fíjate cómo brilla la madera ahora! —exclamó Carmen, admirando el trabajo—. ¡Javier, eres un artista!
—Por favor, doña Carmen, no exagere. Solo estoy dándole un repaso.
—¿Un repaso? —bufó ella—. ¡Esto es una obra maestra!
María se sentó en un taburete, sin creer lo que veía. Por la mañana, casi se habían peleado a gritos…
Todo empezó cuando la madre de María se mudó con ellos «temporalmente» después de que cerrara la residencia donde había vivido los dos últimos años.
—Javier, solo será un par de semanas —aseguró María—. Hasta que reubiquen las plazas.
—Un par de semanas —replicó él con tono sombrío—. Y yo, aguantándola.
Paseaba por la cocina con los puños apretados, hasta que de pronto soltó:
—¿Y si le pagamos una pensión? Con la prima que me dan este mes…
—¿Estás loco? —María se escandalizó—. ¡Para que luego me reproche que su hija echó a su propia madre a la calle!
El timbre interrumpió el silencio. Carmen, como siempre, había llegado una hora antes «para supervisar».
Desde el umbral, comenzó su inspección:
—María, cariño, los tapices están decolorados… Y este perchero, Javier, ¿no podrías ajustar los tornillos?
Él se encerró en el baño sin decir palabra.
En la primera semana, su madre movió todos los muebles, dejó la cocina reluciente, reorganizó la vajilla y… llegó a los papeles de Javier.
—¡Doña Carmen! —levantó la voz al no encontrar su carpeta—. ¿Dónde están mis documentos?
—Los tiré —respondió ella sin mala intención—. Estaban hechos un desastre. Ahora están nuevos y en orden alfabético.
Javier se marchó sin más, cerrando la puerta de un portazo.
María intentó concentrarse en el trabajo, pero su mente volvía siempre a casa. Su madre, inflexible; su marido, terco… Y ella, en medio.
Al salir, fue directa a casa. Al encontrarla vacía, sintió un pinchazo de miedo. Hasta que oyó las voces en el garaje.
Y allí estaba, contemplando incrédula a esos dos, que por la mañana se llevaban a matar y ahora hablaban de barnices y tintes, riendo como viejos amigos.
—¿Mamá? —llamó dubitativa.
—¡Ah, has llegado! —Carmen brillaba de entusiasmo—. Mira qué manos tiene Javier, ¡son de oro! Y yo quejándome como una tiquismiquis…
Sacó del banco de trabajo un plato de tortillas de patatas:
—Aquí tienes. Vine a hacer las paces y… ¡sorpresa!
—¡No te imaginas! —saltó Javier—. ¡Tu madre sabe un montón de muebles antiguos! Yo me rompía la cabeza con el marco, y ella dijo: «Añádele aceite de linaza», ¡y zas! ¡Quedó perfecto!
—¿Mamá? —María la miró asombrada—. Pero si tú siempre trabajaste en una oficina de seguros…
—Era solo un hobby —dijo Carmen, quitándole importancia.
—¡Cómo! —Javier levantó una caja tallada—. ¡Mira el detalle de las vetas! Me habría costado una semana hacerlo así.
—¿Tienes más cosas así en el pueblo? —preguntó de pronto, entusiasmado.
—¡El trastero está hasta arriba! Baúles, cómodas, espejos… Venid este verano y veréis.
—¡Pues claro que iremos! —se volvió hacia su mujer—. María, ¿te imaginas lo que podríamos restaurar?
Carmen juntó las manos, emocionada:
—¿De verdad? ¿Vendréis?
—¡Sin falta!
Se sentaron en una mesita improvisada, cubierta con un mantel de plástico. Sobre ella, las tortillas, una tetera y un tarro de mermelada casera.
—Después del té, os enseñaré otro truco —guiñó Carmen—. Tengo una idea para el marco que os va a encantar.
María los observó, tan distintos y tan familiares. Y sintió un nudo en el pecho: a veces, la felicidad se esconde donde menos lo esperas. En un garaje viejo, entre olor a barniz y virutas, donde un yerno y una suegra encontraron por fin su lenguaje común.