—Pero él es de verdad —Nastia, ¿cómo se atreve a criar a una niña así? —le reprochaba continuamente Marina a su hermana—. Es una niña, no un chico.
Anastasia y Marina eran hermanas, ambas casadas y con hijos. Anastasia tenía una hija, Alicia, y un hijo, mientras que Marina solo tenía a su pequeña Loreto.
Las hermanas se veían a menudo, casi siempre en casa de Anastasia, que vivía en una vivienda con jardín en las afueras de Madrid. El patio, bien cuidado, tenía una glorieta donde podían sentarse a charlar mientras los niños jugaban. Marina, en cambio, vivía en un piso en el centro de la ciudad.
Marina estaba convencida de que su Loreto era más lista, más guapa y más talentosa que Alicia, a pesar de que solo había un año de diferencia entre ellas, siendo Alicia la mayor.
—Anastasia, tu Alicia se ha vuelto a subir a un árbol. ¿Es que no le das vergüenza? —intentaba influir en su hermana sobre la educación de su hija.
—¿Y qué tiene de malo? —respondía Anastasia, sorprendida—. Es una niña, tiene que desarrollarse.
—Pero no trepando por los árboles. Eso es cosa de chicos, no de niñas —insistía Marina, aunque su hermana solo sonreía.
Las primas se llevaban bien, aunque Loreto, quizás por las prohibiciones de su madre, nunca se atrevía a jugar con la misma libertad que Alicia. Su madre la vigilaba con severidad: nada de ensuciarse, nada de correr, nada de tocar cosas que pudieran estar sucias.
Alicia jamás sintió envidia de su prima, aunque Marina creía que era al revés. A Alicia le daba igual. Era una niña vivaracha, siempre en movimiento, que no se dejaba intimidar por nadie.
Era la capitana de las niñas del barrio, trepaba a los árboles, se peleaba con los chicos si era necesario y hasta se colaba en huertos ajenos para coger manzanas. Las muñecas no le interesaban, ni los peinados, ni los lazos. Lo que más le gustaba era ayudar a su padre en el garaje, ordenando herramientas, aprendiendo para qué servía cada tornillo.
—Hija, no me desordenes tanto —bromeaba su padre—. Dame la llave del dieciséis.
Y ella, sin dudar, se la alcanzaba al instante. Su padre la elogiaba, y ella se sentía orgullosa.
Loreto era todo lo contrario. Siempre impecable, con vestidos de volantes, medias blancas y enormes moños. A Alicia le parecían incómodos, demasiado adornados.
—Loreto, no te sientes en el arenero, que te manchas. No cojas ese juguete, está sucio. ¡No muerdas esa manzana, tiene microbios! —Marina no paraba de regañar.
A Alicia le daba pena su prima. Con tantas prohibiciones, no era divertido jugar con ella. Ni siquiera la dejaban salir a la calle.
—Tía Marina, déjala que venga conmigo. Nadie le hará nada —intentaba defenderla.
Pero Marina la miraba con desaprobación.
—No, Loreto no sale del jardín.
En el colegio, Alicia destacaba en atletismo, jugaba al volei y hasta se apuntó a defensa personal. A Marina se le ponían los pelos de punta al saberlo.
—¿Es que las niñas deben criarse así? —preguntaba, escandalizada.
—Que haga lo que le guste y se abra camino —replicaba Anastasia.
Loreto, en cambio, iba a clases de piano y baile de salón. Marina intentó que se interesara por la pintura, pero a Loreto no le gustaba y lo dejó.
En la universidad, Alicia conoció a Javier en el gimnasio, donde ambos entrenaban defensa personal. No era guapo, pero tenía una sonrisa sincera que le agradó.
—Hola, te he estado observando. Lo haces muy bien —le dijo—. Soy Javier.
Desde entonces, empezaron a salir. Iban juntos al gimnasio, al cine, a pasear por el Retiro.
—Mamá, papá, mañana vendrá Javier a conoceros —anunció Alicia.
Javier se ganó rápidamente a los padres, especialmente al padre, con quien hablaba de motores y futbol.
Con el tiempo, Alicia y Javier decidieron vivir juntos.
—Es demasiado pronto —protestó Anastasia.
Pero el padre, que apreciaba a Javier, lo apoyó.
Cuando Marina se enteró, se escandalizó.
—¡Dios mío! ¿Cómo permitís que viva con un chico así? —exclamó, llevándose las manos a la cabeza.
—No es nada del otro mundo —respondió Anastasia con calma.
Un año después, Loreto hizo lo mismo. Se fue a vivir con Adrián, un chico mayor, inteligente y elegante. Marina no puso ninguna objeción. Al contrario, se jactaba de su futuro yerno.
—¡Mi Loreto tiene un novio estupendo! Culto, refinado, de buena familia…
En el cumpleaños de Loreto, Alicia y Javier fueron invitados. Alicia no tenía ganas de ir, pero no quiso faltar.
Adrián era exactamente como lo describía Marina: encantador, hablador, siempre con cumplidos.
—¡Qué suerte tiene Loreto! —pensó Alicia, comparándolo con Javier, que permanecía callado.
Pero, tras un rato, el discurso constante de Adrián empezó a agotarla.
—Dios, qué pesado —murmuró para sí.
Más tarde, Adrián, borracho, se desplomó en la cama y empezó a gritar.
—¡Loreto, tráeme agua!
—No deberías haber bebido tanto —replicó ella.
—¡Cállate, estúpida! —rugió él.
Alicia y Javier se quedaron atónitos. Loreto y Adrián no parecían avergonzarse de su comportamiento.
Al final, Adrián se durmió roncando.
—Bueno, nos vamos —dijo Alicia, incómoda.
En otra reunión, Adrián repitió el espectáculo: encantador al principio, insoportable después.
—Menos mal que no es el mío —pensó Alicia, mirando a Javier—. No es guapo, no sabe entretener a las damas, pero es de verdad.
Alicia y Javier ya están casados y esperan su primer hijo. Loreto y Adrián se separaron. La “joya” de Marina resultó no ser tan perfecta.