**Diario de un hombre**
Marisa, ¿cómo se te ocurre criar así a una niña? le reprochaba siempre su hermana Lucía. Es una chica, no un chico.
Lucía y Marisa eran hermanas, ambas casadas y con hijos. Marisa tenía una hija, Adriana, y un hijo, mientras que Lucía solo tenía a su princesa, Carlota.
Se veían a menudo, aunque casi siempre era Lucía quien visitaba a Marisa, pues esta vivía en una casa con jardín en las afueras de Madrid. Un lugar acogedor, con una glorieta donde sentarse y espacio para que los niños jugaran. Lucía, en cambio, vivía en un piso en el centro.
Por supuesto, Lucía estaba convencida de que su Carlota era más lista, guapa y talentosa que Adriana. Solo había un año de diferencia entre ellas, siendo Adriana la mayor.
Marisa, tu Adriana ha vuelto a trepar al árbol. ¿En qué estarás pensando? intentaba corregir a su hermana en cuanto a la educación de su hija.
¿Y qué tiene de malo? respondía Marisa, sorprendida. Es una niña, tiene que explorar.
Pero no subiéndose a los árboles. Eso es cosa de chicos, no de niñas insistía Lucía, aunque Marisa solo sonreía.
Las primas se llevaban bien, aunque Carlota seguramente deseaba jugar con la misma libertad que Adriana, incluso trepar a los árboles. Pero su madre la vigilaba de cerca. Nada de eso estaba permitido.
Adriana nunca envidiaba a su prima, aunque Lucía estaba segura de que debería hacerlo. Durante la infancia y la adolescencia, a Adriana le daba igual. Vivía su vida, rápida y llena de energía. Le encantaba ordenar el taller de su padre, revisando llaves inglesas, tuercas y tornillos.
Hija, no me organices tanto, que luego no encuentro nada. Pásame la llave del dieciséis decía su padre, y ella, sin dudar, se la alcanzaba. Él la elogiaba, y ella se sentía orgullosa.
Carlota era todo lo contrario. La vestían como una muñeca: vestidos elegantes, calcetines blancos con lazos, enormes moños. A Adriana no le gustaban esos vestidos, siempre llenos de volantes y encajes.
Constantemente se oían los gritos de Lucía:
Carlota, no te metas en el arenero, que mancharás los calcetines. Aléjate de la puerta, que hay corriente. No toques esos juguetes, están sucios. ¿Para qué coges esa manzana del suelo? ¡Está llena de gérmenes!
A Adriana le chocaba y no le gustaba cómo su tía Lucía trataba a Carlota. Demasiadas prohibiciones. Con Carlota ni siquiera era divertido jugar en el jardín, y menos aún salir a la calle.
¿Adónde vas, Carlota? Ahí fuera hay perros suelos y chicos maleducados. Que vaya Adriana, tú quédate aquí con nosotras.
Tía Lucía, déjala que venga conmigo. Nadie le hará nada intentaba defenderla Adriana.
Pero Lucía la miraba con firmeza.
No, Carlota no sale del jardín.
En el colegio, Adriana practicaba atletismo, jugaba al baloncesto en el equipo del instituto y luego se aficionó al kárate. A Lucía se le ponían los pelos de punta cada vez que oía hablar de las actividades de su sobrina.
¿Es que las niñas deben criarse así? preguntaba una y otra vez a Marisa.
Que haga lo que le guste y se abra camino en la vida respondía su hermana, defendiendo a su hija.
En cambio, Carlota iba a clases de piano y baile de salón. Su madre incluso la apuntó a pintura, pero no se le daba bien y lo dejó.
En la universidad, Adriana conoció a Javier en el gimnasio de kárate. No era un Adonis, pero sí simpático.
Hola fue él quien se acercó. Llevo un rato observándote. Eres muy buena. Yo soy Javier, y tú, Adriana. Ya me he enterado de todo sobre ti dijo con una sonrisa franca.
Su sinceridad y la chispa en su mirada la conquistaron. Con él, se sentía cómoda, como si se conocieran de toda la vida.
¿Estudias en mi universidad?
No, trabajo de mecánico y estudio a distancia en la Politécnica contestó.
Desde entonces, empezaron a salir. Iban juntos al gimnasio, al parque, al cine. Los gustos en común los unían.
Mamá, papá, mañana vendré con Javier. Ya me ha presentado a su madre. Ahora os toca a vosotros conocerlo anunció Adriana.
Pues venid aceptaron sus padres.
Javier conectó rápido con ellos, sobre todo con su padre. Hablaron del taller, de coches, de fútbol. Al padre le encantó que fuera mecánico y estudiante de ingeniería.
Con el tiempo, Adriana y Javier decidieron vivir juntos.
Mamá, papá, Javier y yo vamos a alquilar un piso.
Marisa se opuso:
Hija, es muy temprano. Deberías centrarte en los estudios.
Pero su padre, inesperadamente, la apoyó. Le caía bien Javier. Cada vez que visitaban, pasaban horas en el taller arreglando el viejo Seat.
Cuando Lucía se enteró, su indignación no tuvo límites.
Dios mío, Marisa, ¿cómo permitís que Adriana viva así con un chico? ¡Es inaceptable!
¿Y qué hay de malo? respondió Marisa, como siempre, tranquila.
Un año después, se supo que Carlota había hecho lo mismo: vivía con Álvaro, un chico mayor, inteligente y guapo, que estaba terminando su segundo máster. Lucía no paraba de presumir de su futuro yerno y no le importaba que no estuvieran casados.
¡Mi Carlota tiene un novio estupendo! Culto, educado, de buena familia
En el cumpleaños de Carlota, Adriana y Javier fueron invitados. A Adriana no le apetecía ir, pero temía ofender a su tía.
Álvaro era tal como lo describía Lucía: elegante, hablador, encantador.
Vaya, sí que es un buen partido pensó Adriana, quizás por primera vez sintiendo un poco de envidia.
Carlota había preparado una cena exquisita: platos refinados, vino caro, una mesa impecable. Álvaro no paraba de hacer cumplidos, servir vino y contar chistes.
Sí, a Carlota le ha tocado la lotería pensó Adriana, comparándolo con Javier, que permanecía callado, incómodo.
Pero tras una hora, a Adriana le empezó a doler la cabeza. Álvaro no paraba de hablar, sobre todo después del vino.
Dios, me va a reventar los tímpanos pensó.
Lucía se despidió:
Bueno, jóvenes, yo me voy. Divertíos.
Poco después, Adriana cambió de opinión sobre Álvaro.
Madre mía, ¡qué pesado! Pura palabrería hueca. No soportaría esto a diario miró a Javier, que, aunque también había bebido, seguía siendo él mismo: tranquilo, sincero.
De pronto, Álvaro se levantó torpemente y se fue al dormitorio. Minutos después, se oyó su voz:
¡Carlota! Tráeme agua, que me muero de sed
No es mi problema. Bebiste demasiado replicó ella.
Cállate, pesada, y tráeme el agua.
A Adriana le sorprendió que ni Carlota ni Álvaro parecieran avergonzarse. Era su dinámica. Javier estaba atónito.
Álvaro reapareció, despeinado, se sentó y se bebió una cerveza de un trago.
Vaya “caballero”