**Un Hombre de Verdad**
Lucía y Manolo llevaban dos años juntos. La madre de Lucía ya empezaba a preocuparse, pensando que su hija estaba perdiendo el tiempo con él, porque nunca llegaban a casarse. El propio Manolo decía que no había prisa, que ya tendrían tiempo, que estaban bien así…
Pasó el verano, las hojas cayeron de los árboles, alfombrando las aceras de dorado, y llegaron las lluvias. Y en uno de esos días húmedos y grises de octubre, Manolo, torpemente, le pidió matrimonio a Lucía, regalándole un anillo pequeño y sencillo.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y le susurró al oído: «Sí». Luego se puso el anillo y gritó de alegría: «¡Sí!», alzando los brazos y saltando de felicidad.
Al día siguiente fueron al registro civil y, nerviosos y tímidos, entregaron los papeles. La boda quedó fijada para mediados de diciembre.
A Lucía le habría gustado casarse en verano, para que todos vieran lo guapa que estaría con su vestido blanco. Pero no discutió con Manolo. ¿Y si lo posponía para el próximo verano… y luego cambiaba de opinión? Le quería demasiado y no soportaría perderlo.
El día de la boda, una ventisca de verdad azotó las calles. El viento le despeinó el moño cuidadosamente recogido. La falda del vestido blanco ondeaba como una campana, y parecía que, de un momento a otro, la siguiente ráfaga se llevaría a la preciosa novia muy, muy lejos. En la puerta, Manolo levantó en brazos a su feliz esposa y la llevó hasta el coche. Ni la ventisca ni el pelo revuelto pudieron empañar la alegría de los enamorados.
Al principio, Lucía nadaba en amor y felicidad. Creía que así sería para siempre. Bueno, había alguna que otra discusión entre los jóvenes, pero por la noche se reconciliaban rápido y se querían aún más.
Un año después, en la feliz pareja nació Dani.
El niño era tranquilo y listo, para alegría de sus padres. Manolo, como la mayoría de los hombres, apenas ayudaba a Lucía con el pequeño, le daba miedo cogerlo en brazos. Y cuando lo hacía, Dani se ponía a llorar, y Lucía lo recogía enseguida.
—Tú mejor con él, se te da bien. Cuando crezca, ya jugaré al fútbol con él. Yo me ocupo de manteneros —decía Manolo, aunque su sueldo apenas daba para los tres.
Dani creció, empezó el jardín de infancia, y Lucía volvió a trabajar. Pero el dinero seguía siendo justo, y ahorrar para la entrada de una hipoteca era imposible. Empezaron los reproches, las peleas, acusándose mutuamente de gastar demasiado. Ya no se reconciliaban tan fácil como antes.
—Ya está bien. Trabajo como un burro y nunca hay suficiente. ¿Te los comes o qué? —preguntó Manolo, irritado, un día.
—Tú sí que te los comes —replicó Lucía—. Mírate la tripa que has echado.
—¿No te gusta mi tripa? Tú tampoco eres la misma. Me casé con una mariposa y ahora eres una oruga.
Palabra por palabra, la discusión se convirtió en una pelea monumental. Lucía, secándose las lágrimas, fue a recoger a Dani al jardín. De vuelta a casa, escuchando el balbuceo de su hijo, se dio cuenta de que no podía perder a Manolo. En cuanto llegaran, lo abrazaría, lo besaría y le pediría perdón. Y Manolo, como antes, le devolvería el beso y todo volvería a la normalidad. «Los amores reñidos son los más queridos», pensó, con mejor ánimo, apurando los pasos para que Dani no se quedara atrás.
Pero la casa los recibió en silencio y oscuridad. El abrigo de su marido ya no colgaba en el perchero, ni sus zapatos estaban en la entrada. «Se le pasará y volverá», pensó Lucía, y se puso a freír patatas con chorizo, como le encantaba a Manolo.
Pero Manolo no volvió a casa, ni contestaba al teléfono. A la mañana siguiente, agotada por el insomnio y los malos pensamientos, Lucía dejó a Dani en el jardín y fue a trabajar. A duras penas aguantó hasta la hora de comer, se excusó diciendo que no se encontraba bien, pero en lugar de ir a casa, fue al trabajo de Manolo.
Lucía se acercó a su despacho y, repitiendo mentalmente las palabras que había preparado, abrió la puerta. Manolo estaba de espaldas, besándose con una mujer. Sobre su chaqueta oscura destacaban las manos femeninas, con uñas pintadas, como hojas de arce abiertas.
La mujer, al abrir los ojos, vio a Lucía, pero en lugar de separarse de Manolo, le abrazó con más fuerza.
Lucía salió corriendo de la oficina como si la hubieran escaldado. Caminó sin rumbo, tropezando con gente, sin ver nada a través de las lágrimas. Sus piernas la llevaron directamente a casa de su madre.
—Mamá, ¿por qué me ha hecho esto? ¿Todos los hombres son así? —preguntó Lucía entre sollozos.
—¿Así cómo? —preguntó su madre.
—Infieles. Seguro que lleva tiempo con ella y yo ni me enteraba. ¿No puede ser de repente, no?
—No lo sé, hija. Cuando amas, el mundo entero está en un solo hombre. Por eso, si él te falla, parece que todos los hombres son iguales —suspiró su madre—. Ya verás como vuelve.
—¿Y si no vuelve? —preguntó Lucía con voz ahogada.
—Con el tiempo, el dolor pasará. Tienes a tu hijo. Piensa en él. Y si no vuelve, quizá sea para mejor. Eres joven, encontrarás tu felicidad.
—Tú no la encontraste.
—¿Y tú qué sabes? Quizá solo me dio miedo que con otro pudiera pasar lo mismo. Además, tú ya eras mayor, y me preocupaba por ti. Pero tienes un hijo, y él necesita un padre…
Un poco más calmada, Lucía fue a recoger a Dani.
—Mamá, ¿jugamos? —pidió el niño en casa.
—Déjame en paz —respondió Lucía secamente.
—No me gusta cuando hablas así —dijo Dani con voz temblorosa, y no volvió a molestarla.
Manolo apareció en casa cuando Lucía estaba acostando a Dani. Sacó una maleta y empezó a meter sus cosas.
—¿Adónde vas? —preguntó Lucía, aunque ya lo sabía.
—Me voy de aquí. Estoy harto. Harto de discutir, de este piso diminuto, de verte la misma cara —Manolo hablaba nervioso, sin mirarla a los ojos.
—¿Y nosotros qué?
—¿Querías boda e hijo? Pues vive con él. —Manolo cerró la maleta, echó un vistazo a la habitación, deteniéndose en los ojos muy abiertos de su hijo, y salió al recibidor. La puerta se cerró de golpe.
Lucía se sentó en el sofá y se echó a llorar. Alguien le tocó el hombro; alzó la cabeza bruscamente, esperando que fuera Manolo. Pero era Dani, en pijama.
—Mamá, no llores, yo nunca me iré de tu lado, como papá —dijo el niño, acariciándole el hombro.
Lucía lo abrazó y lloró aún más. Luego lo acostó y se tumbó a su lado.
Manolo nunca volvió. Puso fin al matrimonio.
Un día, Dani preguntó por su padre, pero la respuesta tajante de su madre lo disuadió de volver a hacerlo. A pesar del dolor, la vida poco a pocoY años después, cuando Lucía vio a Dani convertido en un padre cariñoso y atento con sus propios hijos, comprendió que, al final, la vida le había devuelto con creces todo el amor que le había dado.