El vecino que transformó mi vida: una historia de amor iniciada con la limpieza

**Diario personal: El vecino que cambió mi vida**

La primera vez que vi a Álvaro, el nuevo vecino del sexto piso, jamás imaginé cómo daría un giro mi vida. Todo comenzó de manera mundana, en una tarde de otoño, con bolsas de la compra y los escalones crujientes del portal de aquel pequeño edificio de dos plantas en las afueras de Madrid.

Mientras subía al segundo piso, me topé con un hombre y su perrito. El animal comenzó a olisquear mis bolsas al instante, y Álvaro, con gafas y ceño fruncido, soltó con fastidio:

—Lola, deja a la señora en paz. Vamos a pasear.

No pude evitarlo:

—Aquí los vecinos nos turnamos para limpiar el portal. Mañana me toca a mí, luego a usted.

—¿En serio? ¿Sin limpiadora? —preguntó, sorprendido.

—¿Quién va a pagarla? El edificio es pequeño, así que lo hacemos entre todos.

El hombre negó con la cabeza y se marchó sin más.

Refunfuñando para mí misma, colgué el abrigo mientras, desde la cocina, olía a tortilla de patatas que preparaba mi abuela.

—¿Con quién discutías en el pasillo? —preguntó ella, acomodándose en su sitio habitual junto a la ventana. —¿El nuevo vecino? Parece simpático, aunque algo serio. Solo lo he visto con su perro.

—Si tiene perro, no está solo del todo —respondí con ironía.

Más tarde, mientras fregaba el suelo y limpiaba los cristales, noté que Álvaro asomaba la cabeza para ver quién hacía tanto ruido con la fregona.

—Ah, es usted… Pues tomo el relevo. Yo me encargo —dijo, ajustándose las gafas—. No soy ningún vago. Y nunca me he casado.

Me sorprendió. Hasta pensé: *«Educado, formal… ¿Quizá no es tan huraño?»*

La semana siguiente lo volví a ver, esta vez con una sonrisa. Lola dejó de ladrarme y, en cambio, movía la cola al verme. Álvaro me saludaba con un gesto torpe, como si le diera vergüenza, mientras se arreglaba las gafas.

Luego, él mismo empezó a limpiar el portal con tanto empeño que los vecinos murmuraban: *«¡Parece que aquí ahora hay limpieza general todos los fines de semana!»* Hasta yo le dije:

—Nos has puesto el listón muy alto. Avísame si vas a sacar brillo a los suelos, que me preparo.

—No suelo ser tan meticuloso —contestó, ruborizándose—. Es que… bueno, quería impresionarte.

Entonces supe que algo estaba cambiando entre nosotros.

Cuando tuvo que viajar por trabajo, me pidió que cuidara de Lola. Acepté. Mi abuela no tardó en comentar:

—Ah, conque para eso te necesita… para pasear al perro. O puede que solo esté solo.

Mientras él estaba fuera, cuidé de Lola, limpié el portal e incluso barrí su piso. Y entonces lo entendí: echaba de menos a Álvaro. Cuando regresó, me trajo flores y me invitó a tomar café. En mi corazón resonó música.

—Me han ascendido —dijo, sirviéndome un trozo de tarta—. Ahora soy jefe de departamento.

Después me regaló un perfume. Todo era perfecto… hasta que, al día siguiente, vi a una mujer desconocida fregando el portal.

—¿De qué piso es? —pregunté.

—Del sexto. Ayudo a alguien muy querido.

Me quedé helada. *¿Querido?* ¿Era su hermana, una amiga… o algo más?

Las dudas me consumían. Me senté junto a la ventana, recordando los paseos, el café, las flores… *¿Habría sido todo mentira?*

A la mañana siguiente, lo vi salir del edificio del brazo de aquella mujer. Y, como no, mi abuela lo notó:

—Mira, tu «tímido» paseando con otra. Y ni siquiera te ha invitado…

—Quizá es su hermana —intenté justificar.

—¿Del brazo con su hermana? No me hagas reír. ¿Estás enamorada de él?

No respondí.

Esa misma noche, Álvaro llamó a mi puerta.

—No voy a pasear a Lola… —comencé, fría.

—No te invito a pasear, sino a cenar con nosotros. Conmigo y con mi madre —dijo, sonriendo.

—¿Tu madre?! ¿Era ella?

—Sí, tiene 45 años. Me tuvo a los 18. La gente a veces cree que somos hermanos —se rió.

Cené con Álvaro y su madre, Luisa. Fue cálido, acogedor. Ella resultó ser cercana y amable, hasta me invitó a visitar su pueblo.

De vuelta a casa, caminamos por el parque mientras Lola corría a nuestro lado.

—Ella te adora —dijo Álvaro—. Y mi madre también.

—¿Y tú? —pregunté en voz baja.

Me tomó las manos.

—Espero cada tarde para verte. Soy feliz viviendo cerca de ti. Y, si quieres… me gustaría que siempre estuviéramos juntos.

Nos besamos. En ese beso había respuesta para todas mis dudas.

—Abuela, creo que me voy a casar… —confesé después.

—¿Tan pronto? ¿Ya te lo ha pedido?

—Después del beso. Dijo que me ama, que solo sueña conmigo…

—¿Y tú lo amas?

—Mucho —susurré—. No es el más guapo, pero es el hombre más bueno, fiel y cariñoso que conozco.

—Entonces será un amor verdadero —dijo ella, enjugando una lágrima—. Donde hay confianza, hay futuro.

Tras la boda, me mudé con Álvaro, pero las puertas entre nuestras casas quedaron abiertas.

—Con tirar una pared, tendríamos una casa enorme —bromeaba mi abuela—. ¡Llamadme si necesitáis algo!

Vivió para conocer a sus bisnietos y, cada noche, les contaba un cuento: cómo mamá y papá se conocieron limpiando el portal. Y terminaba diciendo:

—El destino te encuentra donde menos lo esperas.

Los niños se reían y corrían a casa, donde siempre olía a amor… y a felicidad.

Rate article
MagistrUm
El vecino que transformó mi vida: una historia de amor iniciada con la limpieza