El vecino más raro del barrio: un desfile de apodos y calamidades.

Hoy, como siempre, los vecinos murmuran. Dicen que Javier es un tronco sin brazos, un pez sin aletas, un saco vacío. Cada ofensa mide la falta del día. Juana, mi mujer, es para mí: Gatita, Pajarillo, Rayito de Sol. Cuando ella grita, creen que este “toro” embestirá, pero al recordar que dicen que “no tiene cuernos”, concluyen: jamás. Yo me hago el sordo, inexpresivo. Mi tranquilidad enfurece más a Juana, prolonga su tormento. Agotada, marcha. Tiene la garganta en nudo, la cara manchada, las manos temblorosas. Sin lágrimas, solo rabia. Desde la puerta, le pregunto en voz baja: “¿Adónde vas, Gatita?”

Los primeros años fueron armoniosos. Quién diría que la calma se trocaría en pelea constante. Ella se casó enamorada, no con un “burro”. Yo, soldador, sin vicios, plácido como un oso hibernando, siempre contento con la vida. Las mujeres de borrachos me ponían de ejemplo; ella estaba orgullosa. Decidimos esperar con los hijos. Había que construir la cochera, comprar el coche. La cooperativa nos dio una casa y Juana quería dejarla preciosa.

Yo soy lento, quizás perezoso. La obra puede esperar, digo riendo: “Lo que no se hace hoy, quizá mañana se esfume. ¿Correr? Sin ganas, es esclavizarse”. Jamás quise ser el primero en nada. Juana lo intenta todo: remueve la tierra, pinta las paredes, siega el césped, parte leña para la chimenea. Afortunadamente, la casa es moderna; no hay que sacar agua del pozo. A ella le sale más rápido obrar sola que convencerme. Una noche, un estruendo nos sobresalta. Los azulejos que yo puse en la cocina se desplomaron. “¡Manazas!”, me dijo. Al día siguiente trajo a un albañil diestro.

Otra tarde llegó y su jardín estaba arrasado: la vaca del vecino lo había pisoteado porque olvidé cerrar la verja. Cada día irritaba más a Juana mi lentitud, mi desidia.

Junto a nuestra vivienda había una casa abandonada. Los viejos murieron, los herederos dejaron crecer la maleza. Hasta que un día llegó un lujoso turismo. Era el nieto del abuelo Manolo, retornando con su familia. Trabajó años en Zaragoza, donde casó, pero ahora volvía al terruño. Allí ganó sus euros; para vivir, mejor la tierra natal. A reconstruir la vieja casa se puso. Entonces mostró qué es no soltar la obra. Era un maestro: albañil, soldador, electricista, sin su mujer a la vera. Ella solo atendía la casa y al niño.

Juana, al ver al vecino, se encendía más contra mí. Quería ser débil y mimada, no la fuerte. Mil veces intentó encarrilarme hacia las tareas del cabeza de familia, pero yo nunca ambicioné ese rol; me acomodo bien en segundo plano. Juana, agotada, insultaba cada vez más. La aldea pensaba que era una mujer descontenta; a mí, un hombre desdichado. Habló de divorcio. ¿Llevar ella sola el carro de la casa? Imposible. Puso una y otra vez al vecino como ejemplo. Yo sonreía: “Del burro ajeno, siempre los dientes más blancos”.

No entendía sus indirectas. Otras sufren con borrachos o adúlteros; ella, mimada, quería romper. Yo jamás la ofendí; hacía lo que le placía. Del dinero, ni idea de cómo lo gastaba. “¿Que soy lento? ¿A qué correr? ¿Para qué ese ímpetu vano? ¿Y por qué voy a dictarle su quehacer? Ella es la dueña. No soy albañil, pero gano bien; puedo pagar un profesional. Quiero descansar el domingo; que ella también repose, no busque faenas escondidas. ¿Para qué mirar en ventanas ajenas? Somos distintos en carácter y hacer. ¿Para qué quiere mi Gatita el divorcio? – suspiré ante la televisión, me rascó la cabeza y me aquieté”.

Juana llevaba cada tarde leche al niño vecino. Victoria la invitó a cenar y compartir una botella de Rioja. A la mesa, Denis era el señor; Victoria, la criada: “Pasa la sal, jamás sazonas bien. ¡Ni pimienta tiene esto! ¿Sabes que me gusta bien dorado? Para este vino, no vale. ¿Las servilletas? ¿El sacacorchos? ¡Se enfrió! ¿Por qué la recalentaste? ¡Tráelo! ¡Llévatelo! ¡Cierra la boca, yo sé más!”. Toda la escena fue así.

Lloró Nico y Victoria salió. Juana, sin saber qué decir, preguntó por los muebles nuevos que mencionaron. La señora volvió, entendió el tema e intervino.

“¡Lo que yo elija, eso habrá! ¿Tus deseos? Gastar sabéis todas; ganar… el ánimo os falta”. Se le fue el gusto a Juana. Viendo como Denis trataba a su esposa callada, incapaz de defenderse, lo maldijo en silencio. Decírselo sería hacer un enemigo eterno. Miró a la “pareja feliz” y marchó desolada a casa.

“Gatita, ¿dónde estuviste? ¿Un té? Lo preparé como te gusta”. Abracé a mi mujer. Él me miró tan perplejo que sentí pudor.
“Gatita, sopla. Seguro que tú les diste leche… y ellos te dieron algo fuerte. Por eso tan cariñosa y alegre”.
Juana quiso escupir sobre mis defectos, olvidar el divorcio y dejar de fisgonear otras vidas. Limpiar bien las propias ventanas.
“Javier, ¿qué te preparo mañana?”
“Lo que tú quieras, mujer. Que no te cueste trabajo”.
“Oye, Javier, quiero muebles nuevos”.
“SiY me di cuenta de que en esta vida lenta y sin aspavientos, habíamos encontrado la felicidad que siempre buscamos, sin necesidad de cambiar nada más que nuestra mirada.

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El vecino más raro del barrio: un desfile de apodos y calamidades.