Llegué a aquel pueblecito del interior en la última semana de agosto. Tras el divorcio huí de la ciudad, lejos de los recuerdos, de los amigos en común y de esas miradas compasivas. De la vivienda donde cada rincón susurraba mi vida anterior.
Compré una casita anunciada en internet sin siquiera haberla visto. No me importaba nada, solo quería estar alejada, que nadie supiera de mí.
La primera semana lloraba contra la almohada cada noche. De día deambulaba por la casa vacía intentando trabajar (soy diseñadora de interiores y piso mis encargos por la red), pero mis manos no obedecían y la cabeza se llenaba de pensamientos dispersos.
En el patio había un pozo con una grulla de hierro.
Lo miraba como si fuera una nave marciana, mientras en la ciudad el agua corre del grifo. Tira la cuerda, sube el balde. Lo intenté una vez y casi dejo caer el balde al fondo.
Afortunadamente, el vecino de enfrente me echó una mano. Era un hombre alto y corpulento, de unos sesenta años, con manos ásperas y piel bronceada. El rostro curtido, pero de buen humor.
¿Le ayudo? dijo. ¿Usted será la nueva vecina? Yo soy Miguel Pérez.
Me mostró cómo manejar el pozo y, tras varios tirones, llenó un cubo hasta el borde. Le agradecí entre sollozos por mi impotencia. Él se sonrojó, se marchó rápido y yo me quedé en el patio con el cubo lleno, pensando: «¿Cómo acabaré aquí? ¿Cómo viviré en este lugar?»
Una semana después se fue la luz de internet. Para mí era como perder el aire; mi trabajo depende totalmente de la red y la conexión es mi vínculo con el mundo. Llamé a la compañía y me dijeron que podrían pasar a comprobar el equipo dentro de tres días, como mucho. Entraba en pánico, corría de un lado a otro de la casa, y entonces recordé al vecino. ¿Quizá él sabría algo?
Al atardecer toqué a su puerta. Me abrió una mujer de apariencia cansada pero aún bonita. Se presentó como Alba Fernández, la esposa de Miguel. Alba llamó a su marido, el cual salió, me escuchó y asintió:
Voy a ver qué ocurre.
Alba también se movió con prisa:
Anda, Miguel, ayúdanos.
Él se pusó a trabajar y, tras un rato, todo volvió a funcionar. Me sentí tan aliviada que casi me lancé a abrazarle el cuello. Le ofrecí té y unas galletas que había traído de la ciudad, una caja entera.
Tiene usted una casa muy bonita comentó Miguel mientras examinaba mi portátil con los proyectos abiertos. Parece sacada de una revista.
Empecé a contarle sobre mi trabajo, cómo elijo los colores y organizo los espacios. Me escuchó con una atención que hacía años no experimentaba. Mi exmarido siempre fue indiferente con mi profesión, pero Miguel hacía preguntas, se sorprendía y hasta admiraba.
Se marchó un poco más de una hora después. Lo despedí en la verja, le di las gracias de nuevo y regresé a la casa, dándome cuenta de que, por primera vez en un mes, no había llorado en toda la tarde.
Tres días más tarde se averió la impresora. No dejó de imprimir, simplemente se negó a hacerlo. Pasé medio día intentando arreglarla y, al fin, volví a tocar la puerta de los Pérez. Alba, como siempre, abrió primero.
¿Llamas a Miguel? dijo. ¡Mira, ya viene!
Miguel volvió, se ocupó del aparato, lo ajustó y volvió a imprimir. Le ofrecí otro té, un trozo de pastel que había horneado y volvimos a charlar. Le conté de mi vida en la ciudad y del divorcio; de cómo mi marido se fue con otra y cómo los amigos comunes se pusieron de su lado. Él, siempre jovial y sociable, hablaba conmigo mientras yo, más bien reservada, escuchaba sus palabras de consuelo: no te culpes, en la vida todo pasa, esto no es el final sino el comienzo de una nueva etapa. Pensé entonces en lo que hubiera sido tener a alguien como padre. Mi propio padre murió cuando yo tenía diez años y apenas lo recuerdo.
Desde entonces Miguel empezó a pasar más a menudo por mi casa. Cuando el ordenador fallaba, cuando necesitaba un nuevo programa o cualquier cosa, yo encontraba una excusa para llamarle. Estaba sola, encerrada con la pantalla todo el día, y solo tenía breves conversaciones con la cajera del supermercado. Entonces apareció una persona que realmente escuchaba, comprendía y se interesaba.
Miguel empezó a llamarme “Carmencita” en lugar de “Carmen”, y eso me hizo sentirme menos helada, como si de pronto fuera una hija para él.
Pasaron unas semanas y noté que el vecino se arreglaba más antes de venir. Camisas limpias, siempre afeitado, perfumado con una colonia que olía a recuerdo de la posguerra. Me preocupé, temiendo que el viejo se hubiera enamorado. No, pensé, yo lo veo como a un padre. Pero él empezaba a mirarme de forma distinta y a quedarse hasta tarde. Antes se marchaba a las diez, ahora permanecía hasta la medianoche, mientras yo ya empezaba a bostezar y él seguía contándome historias, mirándome fijamente.
Una noche, mientras le hablaba de un nuevo proyecto, la puerta se abrió de golpe y apareció Alba, pálida, los labios temblorosos.
¡Ahí estás! exclamó. Yo aquí sentada esperando a que vuelvas, y tú te la pasas con la joven vecina.
Me quedé helada. Miguel se levantó de un salto.
¿Alba, qué te pasa?
Que todo el pueblo se ha puesto a murmurar respondió ella. Dicen que Miguel se ha encariñado con la chica del al lado, que se queda allí todas las noches y que yo, la vieja, no sirvo de nada.
Entendí entonces cómo se veía la situación desde fuera. Un hombre que cada noche se quedaba con una vecina joven. Claro que la gente empezó a hablar, la esposa a ponerse celosa.
Alba Fernández dije, con la voz quebrada. Se han hecho ideas equivocadas. Miguel es como un padre para mí. Solo me ayuda, me habla, me hace sentir menos sola.
¡Sola! exclamó Alba, casi sin aliento. ¿Y yo? Llevo treinta y cinco años a su lado y ahora me dices que es una intrusa, que estoy destruyendo una familia.
Empecé a llorar sin poder contenerme. La verdad era que, sin querer, estaba tomando tiempo que él compartía con su esposa. No era una traición deliberada, pero sí estaba ocupando su compañía.
Perdóname sollozé. No quería causar este dolor. Solo estaba sola, no tenía a nadie aquí. Miguel me ha sido tan bueno, como un padre que nunca tuve. Si hay que irme, lo haré.
Alba me miró, compasiva, y de pronto se sonrojó.
No te vayas. Muéstrame ese internet tuyo. ¿Qué tiene de tan interesante que mi marido se quede contigo cada noche?
Secé las lágrimas. Nos sentamos frente al ordenador y le mostré mi trabajo. Alba observó, preguntó por programas, por combinaciones de colores, por estilos. Vi cómo sus ojos se iluminaban, cómo su rostro rejuvenecía. Resultó que había sido maestra antes de jubilarse; la curiosidad y el deseo de aprender seguían vivos. Se volcó en preguntas, aunque le costaba un poco la tecnología, pues siempre había usado el móvil, no la red.
Miguel la miraba sorprendido.
Alba, no sabía que te interesaba esto.
¿Y tú lo sabías? refunfuñó ella, sonriendo.
Todos quedamos en silencio. Tres personas alrededor de la mesa, bebiendo té, compartiendo la calma. En esa quietud había dolor, resentimiento y también comprensión.
Alba, si quieres, te ayudo a manejar el ordenador dije suavemente. No es tan complicado.
Quiero aprender asintió ella. En el huerto sé mucho, pero en el mundo digital estoy perdida.
Desde entonces, los Pérez venían juntos. Alba aprendió a crear un correo, a buscar recetas y películas en internet, a usar las redes sociales para hablar con antiguos compañeros. Yo también comencé a visitarles; me enseñó a cocinar una buena sopa castellana, a hornear bizcochos y a trabajar la tierra del huerto, descubriendo que la agricultura también es ciencia.
Lo más importante es que, los tres, empezamos a conversar de todo y de nada al mismo tiempo. Poco a poco, el dolor de mi divorcio fue perdiendo fuerza. Cuando tienes a alguien que te escuche, que te comprenda y te apoye, el sufrimiento ya no parece tan abrumador.
Alba, una tarde, me dijo:
Carmencita, al principio pensé que me estabas robando a Miguel. Al final, me devolviste a él. Volvimos a compartir charlas como antes, a sentarnos con una taza de té y hablar de la vida.
Y ahora, cuando el pueblo comenta sobre la chica de la ciudad que se pegó a los viejos, les respondo con una sonrisa:
No somos intrusos; somos compañía, aprendizaje y, sobre todo, recuerdos que nos hacen más humanos.
Al final aprendí que la verdadera ayuda nace del corazón y que la soledad se vence con la compañía sincera.







