**El Precio de la Felicidad**
Daniel estaba tumbado en el sofá, con los ojos entrecerrados, escuchando los sonidos de la casa y de la calle. A través del doble acristalamiento llegaban los sonidos amortiguados de los cláxones, las sirenas de la policía o una ambulancia. En el piso de al lado discutían, en algún lugar sonaba un teléfono, una puerta se cerró de golpe…
Antes le gustaba tumbarse así, intentando adivinar en qué casa ponían la tele, dónde se peleaban o en qué planta paraba el ascensor.
—¿Otra vez soñando despierto? ¿Has hecho los deberes?
Daniel habría jurado que no era su imaginación: había oído la voz de su madre, lejana pero viva. Se sobresaltó y abrió los ojos. La habitación estaba vacía, la puerta del recibidor abierta. Y si en ese momento, desde la oscuridad, apareciera su madre, no se habría sorprendido sino alegrado. Pero su madre ya nunca más entraría por esa puerta. Había muerto hacía una semana. Y su voz… era solo el eco de un dolor fantasmal.
Se incorporó, apoyó los pies en el suelo y sintió la suave textura de la alfombra bajo sus pies. *”Me volveré loco si sigo aquí. Debí haber comprado el billete de vuelta para el día después del funeral, como mucho para el segundo.”* Se sujetó la cabeza con las manos y empezó a balancearse.
El repentino timbre del teléfono lo sobresaltó. El codo se resbaló de la rodilla y su cabeza cayó hacia adelante. Se levantó y cogió el móvil sin mirar la pantalla. Su mirada se clavó en un papel sobre la mesa: *”Hijo mío, mi vida…”*
—Daniel, soy la tía Marta. ¿Cómo estás? ¿Difícil, verdad? ¿Te animas a venir a casa?
—No, estoy bien. —Dejó el móvil a un lado, dobló la carta y la guardó en un cajón.
No podía seguir solo. Ya empezaba a oír voces. Volvió a coger el teléfono, abrió la lista de contactos y buscó. *”Javi, mi amigo de la uni. Él es quien necesito.”*
—¡Javi, hola! —dijo cuando escuchó la voz de su amigo.
—¡Eh! ¿Quién…?
—¿No me reconoces? Qué rápido olvidas a los amigos. No me lo esperaba de ti.
—Espera… ¡¿Daniel?! ¿Has vuelto? —gritó Javi al otro lado con alegría.
—Sí, aunque veo que ni me esperabas ni te acordabas de mí —respondió Daniel, fingiendo molestia.
—Claro que me acuerdo, tío, no exageres. Es verdad que no me lo esperaba. ¿Dónde estás ahora?
—En casa.
Por el cambio de tono, Javier supo al instante que algo ocurría.
—¿Tu madre?
—Se fue. La enterré hace una semana. Hace nueve días ya.
—Lo siento mucho. La vi hace medio año. No tenía buen aspecto, muy delgada. Casi no la reconocí. ¿Cuánto te quedas?
—Tres días.
—¿Quieres que vaya? No, mejor ven a mi casa. Si no, te volverás loco ahí solo.
—¿A tu casa? —repitió Daniel.
—Sí, me casé. Con Alba. ¿Te lo imaginas? Está aquí, te manda saludos y también te invita. Ven ahora, justo para comer. Ah, eso sí: ahora vivo en otro sitio. Nos pillamos un piso con hipoteca.
—Dime la dirección —respondió Daniel, práctico.
*”Vaya, se casó. Alba estaba loca por él desde primero, pero él salía con una y otra hasta que le abrí los ojos…”* Hizo las maletas rápido y pidió un taxi.
Por el camino, pidió al conductor que parase en una tienda. Compró coñac para él y Javi, vino para Alba, una caja de bombones y un surtido de embutidos.
No esperó al ascensor; subió los seis pisos por las escaleras. Llevaba dos días sin salir. Le vino bien estirar las piernas. Al pasar por el tercero, oyó un quejido, como de un niño o un cachorro. Se detuvo.
—¿Eh? ¿Quién anda ahí? —preguntó, acercando el oído a la puerta.
El sonido cesó. Daniel iba a seguir cuando se oyó de nuevo, un gemido monótono.
—¿Quién está llorando?
—No lloro, canto —respondió una vocecilla infantil.
—¿Y por qué cantas junto a la puerta?
—Espero a mamá.
—¿Dónde está ella? ¿Estás solo?
—Se fue al hospital con la abuela. Estoy enfermo y me dejó encerrado.
—¿Encerrado? ¿Cuántos años tienes?
—Cinco. ¿Y tú quién eres?
—Soy Daniel. Pasaba y oí tu canción.
—Yo soy Lucas. ¿Quieres que te cuente un poema de Papá Noel?
—Venga.
Daniel sonrió. En su infancia también aprendió uno, aunque lo había olvidado.
—Por el poema hay premio, pero ¿cómo te lo doy si estás encerrado? Ahora voy a ver a un amigo y vuelvo. ¿Vale?
—¿Qué premio? ¿Eres Papá Noel?
—No. Espérame.
Daniel siguió subiendo.
Javi abrió la puerta y lo abrazó al instante.
—¡Hola, hermano! Ni noticias en años.
—Déjale respirar —dijo una voz femenina.
Daniel se apartó y vio a Alba en el umbral. Había cambiado, estaba más guapa.
—Pasa. Nos mudamos hace poco, aún falta decorar —dijo Javi con orgullo. Mira, parecía decir, envidia esto.
Daniel silbó.
—Vaya, qué modesto. Esto mola.
—Hipoteca hasta las cejas, pero ya no vivimos con mis padres. Planeamos tener un crío. —Javi brillaba como una lámpara nueva.
—Vamos a la mesa —ordenó Alba.
Comieron, bebieron y compartieron noticias.
—¿Y tú? ¿Casado? ¿Hijos? —preguntó Alba.
Entonces Daniel recordó al niño.
—Oye, ¿os pareceré desagradecido si pido dulces y mandarinas? Hay un chico en el tercero que me recitó un poema. Le prometí un regalo. Un chico serio, solo en casa.
—Claro. —Alba preparó una bolsa con dulces, galletas y mandarinas.
Daniel llamó a la puerta del tercero. Ya no se oían llantos. El cerrojo sonó, y apareció una joven atractiva. La reconoció, aunque el nombre se le escapaba.
—¿Tú? —Ella también lo recordaba.
Unos pasos rápidos y el niño apareció a su lado. Tal como Daniel lo imaginó: tierno, con ojos curiosos.
—Te traje el premio. Perdona, no tenía juguetes. —Sonrió y le dio la bolsa. El niño lo miró con seriedad.
—¿Puedo pasar? —preguntó Daniel, mirando a la mujer.
—¿Para qué?
—Charlear. Hace tanto que no nos vemos. ¿Es tuyo? Listo el chaval.
—Pasa —dijo ella, evitando responder.
Daniel repasó mentalmente nombres femeninos.
—¿Y has venido así, sin abrigo? ¿Cómo me encontraste? —preguntó Ana, Lucía, Elena…
*¡Claudia!*, recordó al fin.
—No te buscaba. —Contó cómo conoció a Lucas. —Un amigo vive arriba. Javi, su mujer Alba. ¿Los conoces?
Claudia encogió los hombros.
—¿Y el padre de Lucas?
—¿No te esperarán tus amigos?
—Bueno, me voyDaniel se arrodilló frente a Claudia, tomó su mano y pronunció las palabras que llevaba años guardando en el silencio: “Permíteme quedarme para siempre y ser el padre que nuestro hijo merece”.