**El Precio de la Felicidad**
Javier estaba tumbado en el sofá, con los ojos entrecerrados, escuchando los sonidos de la casa y la calle. A través de los cristales dobles llegaban los cláxones amortiguados de los coches, las sirenas de la policía o una ambulancia. En el piso de al lado discutían, en algún sitio sonaba un teléfono, una puerta se cerró de golpe…
Antes le gustaba tumbarse así, intentando adivinar en qué casa ponían la televisión y en cuál discutían, en qué planta se pararía el ascensor…
—¿Otra vez soñando? ¿Has hecho los deberes?
Javier juraría que no había sido su imaginación. Había oído la voz de su madre, lejana pero viva. Se estremeció y abrió los ojos. La habitación estaba vacía, la puerta del recibidor abierta. Y si de repente, desde la oscuridad, apareciera su madre, no se sorprendería, sino que se alegraría. Pero su madre nunca más entraría en esa habitación. Había muerto una semana atrás. Y su voz era solo un dolor fantasma.
Se incorporó, dejó caer los pies al suelo y sintió la suave alfombra bajo las plantas. *”Me volveré loco si sigo aquí. Tendría que haber comprado el billete de vuelta para el día después del entierro, como mucho, para el segundo”*, pensó. Apoyó los codos en las rodillas, se agarró la cabeza con las manos y empezó a balancearse.
El timbre del teléfono lo sobresaltó. El codo se resbaló de la rodilla y su cabeza cayó hacia delante. Se levantó y cogió el teléfono sin mirar la pantalla. Su mirada se fijó en un papel sobre la mesa: *”Hijo mío, mi vida…”*
—Javier, soy tía Luisa. ¿Cómo estás? ¿Te cuesta estar solo? ¿Seguro que no quieres venir a casa?
—No, estoy bien. —Dejó el teléfono, dobló la carta y la guardó en un cajón.
No podía seguir así. Ya empezaba a oír voces. Volvió a coger el teléfono, abrió la lista de contactos y buscó. *”Álvaro, mi amigo de la uni. Él es quien me hace falta.”*
—¡Álvaro, hola! —dijo Javier al oír la voz de su amigo.
—¡Hola! ¿Quién…?
—¿No me reconoces? Qué rápido olvidas a los viejos amigos. No me lo esperaba de ti.
—Espera. ¿Javier? ¿Estás aquí? —gritó Álvaro, emocionado.
—Sí, pero veo que no me esperabas ni te acordabas de mí —respondió Javier, fingiendo enfado.
—No te he olvidado, tío. Es verdad que no me lo esperaba. ¿Dónde estás?
—En casa —dijo Javier, más serio.
Por el cambio de tono, Álvaro supo que algo pasaba.
—¿Tu madre?
—Murió. Hace una semana la enterré. Ya han pasado los nueve días.
—Lo siento mucho. La vi hace seis meses. Estaba muy delgada, apenas la reconocí. ¿Cuánto te quedas?
—Tres días.
—¿Quieres que vaya? O mejor, ven a casa. Te volverás loco ahí solo.
—¿A casa? —repitió Javier.
—Sí, me casé. Con Clara. ¿Te lo imaginas? Está aquí, te manda saludos y te invita a comer. Ven ahora. Eso sí, he cambiado de dirección. Nos hemos comprado un piso con hipoteca.
—Dime la dirección —dijo Javier, práctico.
*”Vaya, se ha casado. Clara estaba loca por Álvaro desde primero, y él liándose con una y otra hasta que le abrí los ojos…”* Javier se preparó rápido y llamó a un taxi.
De camino, pidió al conductor que parase en una tienda. Compró coñac para él y Álvaro, vino para Clara, una caja de bombones y fiambre.
No esperó al ascensor, subió las escaleras hasta el sexto. Llevaba dos días sin salir. Le vino bien estirar las piernas. Al pasar por el tercero, oyó un llanto, como de un niño o un cachorro. Se detuvo.
—¿Eh? ¿Quién está ahí? —preguntó, pegando el oído a la puerta.
El llanto cesó. Estuvo un rato esperando y, cuando iba a seguir, los sonidos monótonos volvieron.
—¿Quién llora? —preguntó Javier.
—No lloro, canto —respondió una vocecilla infantil.
—¿Y por qué cantas junto a la puerta?
—Espero a mamá.
—¿Dónde está? ¿Estás solo?
—Fue al hospital con la abuela. Me ha dejado encerrado. Estoy malito.
—¿Encerrado? ¿Cuántos años tienes?
—Cinco. ¿Y tú quién eres?
—Soy Javier. Pasaba por aquí y oí tu canción.
—Yo soy Leo. ¿Quieres que te cuente un poema de Papá Noel?
—Vale —aceptó Javier, sonriendo.
Escuchó y sonrió. Él también había aprendido uno de pequeño, aunque ya no lo recordaba.
—Por el poema, te mereces un regalo. Pero ¿cómo te lo doy si estás encerrado? Voy a casa de un amigo y vuelvo, ¿vale?
—¿Qué regalo? ¿Eres Papá Noel?
—No. Espérame.
La puerta la abrió Álvaro, que lo abrazó sin dejarle respirar.
—¡Hola, tronco! ¿Cuánto sin saber de ti?
—Déjale que se quite el abrigo —dijo una voz femenina.
Javier se apartó y vio a Clara en la puerta. Había cambiado, estaba más guapa.
—Pasa, acabamos de mudarnos, aún no está todo listo. —En la voz de Álvaro se notaba orgullo. *”Mírame, envidia.”*
Javier miró alrededor y silbó.
—¡Vaya! No te quejes. Esto está genial.
—Hipoteca hasta las cejas, pero al fin lejos de los padres. Pensando en un heredero. —Álvaro brillaba como una lámpara.
—Vamos a la mesa —ordenó Clara.
Bebieron, comieron, compartieron noticias.
—¿Y tú? ¿Casado? ¿Hijos? —preguntó Clara.
Entonces, Javier recordó al niño.
—Oye, no quiero parecer grosero, pero ¿me daríais unos dulces y mandarinas? Abajo hay un niño que me recitó un poema. Le prometí un regalo.
—Claro. —Clara le dio una bolsa con dulces y fruta.
Javier llamó al piso del tercero. Ya no se oía llanto. La puerta se abrió, y apareció una joven guapa. La reconoció, pero olvidó su nombre.
—¿Tú? —Ella también lo reconoció.
Unos pasitos rápidos, y el niño apareció a su lado. Era tal como se lo imaginaba: ojos grandes, simpático.
—Te traje el regalo. Perdona, no tengo juguetes. —Le dio la bolsa. El niño lo miró serio.
—¿Puedo pasar? —preguntó Javier.
—¿Para qué?
—Charlar, hace tanto que no nos vemos. ¿Es tuyo? Listo el chaval.
—Pasa.
Javier repasó mentalmente nombres femeninos. *”¿Raquel? ¿Sandra?”*
—¿Has venido así, sin abrigo? ¿Cómo me encontraste? —preguntó ella.
*”¡Elena!”* —recordó por fin.
—No te buscaba. —Contó cómo conoció a Leo. —Un amigo vive arriba. Álvaro, su mujer Clara. ¿Los conoces?
Elena se encogió de hombros.
—¿Dónde está el padre de Leo?
—¿Javier miró a Elena a los ojos y supo, en ese instante, que había encontrado la felicidad que nunca supo que buscaba.