El valor de la felicidad

**El precio de la felicidad**

Hoy he estado tumbado en el sofá, con los ojos cerrados, escuchando los sonidos de la casa y de la calle. A través del doble acristalamiento llegaban los cláxones amortiguados, las sirenas de policía o ambulancia. En el piso de al lado discutían, en algún lugar sonaba un teléfono, una puerta se cerró de golpe…

Antes me encantaba hacer esto: tumbarme y adivinar en qué piso ponían la tele, en cuál se peleaban, en qué planta se detendría el ascensor…

—¿Otra vez soñando despierto? ¿Has hecho los deberes?

Juraría que no fue mi imaginación. Escuché la voz de mamá, lejana pero viva. Me estremecí y abrí los ojos. La habitación estaba vacía, la puerta del recibidor abierta. Y si en ese momento, desde la oscuridad, hubiera aparecido mamá, no me habría sorprendido, me habría alegrado. Pero mamá ya nunca volverá a entrar en esta habitación. Murió hace una semana. Y su voz era solo un eco fantasma.

Me incorporé y apoyé los pies en el suelo, sintiendo la suave textura de la alfombra bajo las plantas. *«Me volveré loco si me quedo aquí. Debí haber comprado el billete de vuelta para el día después del funeral, como mucho para el segundo»*, pensé. Apoyé los codos en las rodillas y, agarrándome la cabeza, comencé a balancearme.

El repentino timbre del teléfono me sobresaltó. El codo resbaló de mi rodilla y la cabeza se me fue hacia adelante. Me levanté y cogí el móvil de la mesa sin mirar la pantalla. Mi vista se clavó en un papel que había sobre la mesa: *«Hijo mío, mi vida…»*

—Daniel, soy tía Carmen. ¿Cómo estás? Qué duro, ¿no? ¿Tan solo allí? ¿Seguro que no quieres venir a mi casa?

—No, estoy bien.

Dejé el teléfono, doblé la carta y la guardé en el cajón de la estantería. No podía seguir solo. Ya hasta las voces me perseguían. Volví a coger el teléfono, abrí la lista de contactos y pasé los dedos por la pantalla. *«Miguel, mi amigo de la universidad. ¡Él es quien necesito ahora!*

—¡Miguel, hola! —dije al escuchar su voz al otro lado.

—¡Hola! ¿Quién…?

—¿No me reconoces? Qué rápido olvidas a los viejos amigos. No me lo esperaba de ti.

—Espera… ¿Daniel? ¡¿Has vuelto?! —gritó emocionado.

—Sí, he vuelto, pero veo que ni me esperabas ni te acordabas de mí —respondí ofendido.

—No te he olvidado, diablo. Lo de no esperarte… eso sí es cierto. ¿Dónde estás ahora?

—En casa.

Miguel captó al instante el cambio en mi tono.

—¿Tu madre?

—Murió. La enterré hace una semana. Ya han pasado nueve días.

—Lo siento mucho. La vi hace medio año. No tenía buen semblante, había adelgazado mucho. Casi no la reconocí. ¿Cuánto tiempo te quedarás?

—Tres días.

—¿Quieres que vaya a verte? O mejor, ven a casa. Te volverás loco allí solo.

—¿A vuestra casa? —pregunté.

—Sí, me casé. Con Alicia. ¿Te lo puedes creer? Está aquí, te manda saludos y también te invita. Ven ahora, llegarás para la comida. Eso sí, he cambiado de dirección. Compramos un piso en hipoteca.

—Dime la dirección —dije con decisión.

*«Vaya, se ha casado. Alicia estaba loca por él desde primero, pero él iba de Marta a Julia hasta que yo le abrí los ojos…»* Hice la maleta rápido y pedí un taxi.

De camino, le pedí al conductor que parara en una tienda. Compré coñac para Miguel y yo, vino para Alicia, una caja de bombones y un paquete de embutidos.

No quise esperar al ascensor y subí las escaleras hasta el sexto. Llevaba dos días sin salir de casa, y el movimiento se agradecía. Al pasar por el tercer piso, escuché un sollozo, no sabía si de un niño o un cachorro. Me detuve.

—¿Eh? ¿Quién está ahí? —me acerqué a la puerta.

El sollozo cesó. Estuve un rato quieto y ya iba a seguir cuando volví a oír un sonido monótono y quejumbroso.

—¿Quién llora ahí dentro?

—No lloro, canto —respondió una vocecilla infantil.

—¿Y por qué cantas junto a la puerta?

—Espero a mamá.

—¿Dónde está? ¿Estás solo?

—Mamá fue al hospital a ver a la abuela y me dejó encerrado. Estoy enfermo.

—¿Encerrado? ¿Cuántos años tienes?

—Cinco. ¿Y tú quién eres?

—Soy Daniel. Iba por aquí y escuché tu canción.

—Yo soy Pablo. ¿Quieres que te recite un poema de Papá Noel?

—Adelante —asentí.

Escuché y sonreí. Yo también aprendí uno así de pequeño, aunque ya no me acordaba.

—Por el poema toca regalo. Pero, ¿cómo te lo doy si estás encerrado? Ahora voy un rato a casa de un amigo y vuelvo, ¿vale?

—¿Qué regalo? ¿Eres Papá Noel?

—No. Espérame.

Miguel me abrió la puerta y enseguida me abrazó con fuerza.

—¡Hola, tronco! Cuánto tiempo sin saber de ti.

—Déjale que se quite el abrigo —se oyó la voz de Alicia.

Me aparté y la vi en el umbral. Había cambiado, estaba más guapa.

—Pasa, acabamos de mudarnos y aún no está todo en orden —dijo Miguel con orgullo evidente. *Mira esto, envidia sana.*

Di un vistazo y silbé.

—¡Vaya! No te quejes. Está genial.

—Ahogados en deudas, pero al fin libres de los padres. Planeamos tener un heredero —Miguel brillaba como una lámpara nueva.

—Vamos directos a la mesa —ordenó Alicia.

Bebimos, picamos algo y compartimos novedades.

—¿Y tú? ¿Casado? ¿Hijos? —preguntó Alicia.

Y entonces recordé al niño.

—Escuchad, ¿os parecerá descarado si os pido unos dulces y mandarinas? Hay un niño en el tercero que me recitó un poema. Le prometí un regalo. Es un crío serio, solo en casa.

—Claro —Alicia preparó una bolsa con dulces, galletas y mandarinas.

Toqué el timbre del tercero. Ya no se oían llantos. Se abrió la puerta y apareció una chica joven y bonita. La reconocí, pero su nombre se me escapaba.

—¿Tú? —Ella también me reconoció.

Unos pasitos rápidos, y apareció a su lado el niño. Tal como me lo imaginaba: simpático, con ojos grandes y dulces.

—Te prometí un regalo. Perdona, no tengo juguetes —le sonreí y le entregué la bolsa.

Él me miró de abajo arriba, serio y atento.

—¿Puedo pasar? —pregunté, mirando a la chica.

—¿Para qué?

—Pues… hablar, hace tanto que no nos vemos. ¿Es tuyo? Listo el chaval —señalé al niño.

—Pasa —dijo ella en lugar de responder.

MentDaniel cruzó el umbral, sintiendo en su corazón que esta vez no se iría, porque al fin había encontrado el camino de vuelta a casa.

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El valor de la felicidad