Solo me queda un sueño: alejarme de esta «madre» que no da paz ni a sí misma ni a mí.
Cada edad tiene su descanso. De niña, esperaba las vacaciones de verano con ilusión: mi madre y padre estaban cerca, íbamos al río, hacíamos meriendas en el campo, reíamos sin prisas. Luego llegó el primer trabajo, y el descanso cambió: un café con amigas, paseos por el parque, alguna noche con un libro. Ahora, descansar es un deseo lejano, como un susurro entre la niebla.
Me llamo Lucía García. Tengo treinta y seis años, y llevo nueve quemándome por dentro. Todo empezó al casarnos: nos mudamos a casa de mi suegra, supuestamente «un tiempo, hasta ahorrar». Casi una década después, seguimos aquí, donde ni mi cuerpo ni mi alma encuentran calma.
Parece idílico: casa amplia, jardín, los niños van al colegio cerca, mi marido trabaja. ¿Qué más? Pero no hay felicidad. Porque no soy dueña de este hogar. Porque mi suegra, Carmen, anula mi ser, mi cansancio, mis decisiones.
Para mi marido, Javier, es perfecto: dos mujeres atendiéndole. Yo cocino, limpio, llevo a los niños al colegio, trabajo desde casa, repito. Ella vigila, critica, controla. Él actúa como huésped de hotel: come, se tumba en el sofá, silencio. Ni un «gracias» ni un «¿necesitas ayuda?». «Mi madre lo hacía sola, y tú también», soltó una vez, sin levantar la vista del móvil.
Ya no puedo más.
Carmen presume de criar sola a dos hijos, llevar casa y trabajo. Lo exhibe como medallas. Pero omite que su marido la dejó por otra más joven. Ahora vive con veinte achaques, sin entender por qué. La respuesta es clara: no se cuidó, ni dejó cuidarse a otros.
Su religión es el trabajo agotador, especialmente en la huerta. «¡Quien trabaja la tierra vive con honor!», repite. Tomates, pimientos, conservas… Todo manual, no por placer, sino por obligación. Y yo, como nuera, debo unirme. Si protesto, soy «vaga». Si me canso, «me quejo de vicio».
La semana pasada volvimos de la huerta. Sacos de patatas, cebollas, botes… Ella cojeaba, yo apenas andaba. ¿Y Javier? En el sofá, ni se levantó. Como si fuera normal. Como si cargar peso fuera cosa de mujeres. Ni me miró.
Esa noche, algo se rompió. Sentada en la cocina, sucia y llorando, entendí: no quiero esta vida. Tengo treinta y seis, pero me siento de noventa. Ningún tomate vale mi salud. Quiero mañanas sin alarmas, silencio, pensar sin prisas.
Decidí: me iré. Volveré a casa de mis padres con los niños. Basta de esperar cambios. Yo cambiaré. No debo ser heroína ni demostrarle nada a Carmen. Ya soy suficiente. Soy humana.
En días, se lo diré a Javier. Que elija: su madre o una familia agotada de vivir bajo reglas anticuadas. Porque la salud no son solo verduras; es paz interior, ligereza y libertad.
No seré quien despierte un día enferma, preguntando: «¿Para qué me destruí?». Prefiero comprar hortalizas en el mercado. Y pasar fines de semana con mis hijos en el Retiro: en bici, con mantel y helados. Donde huele a alegría, no a sudor y tierra.