Hace muchos años, en los albores de su juventud, Adela llegó a trabajar como secretaria en una empresa de construcción en Madrid. No pudo estudiar tras la escuela porque su padre enfermó gravemente y su madre había fallecido al dar a luz. Su padre la crió solo. Aunque en el colegio aprendió francés, lengua que le apasionaba tanto que asistió a cursos adicionales y luego siguió perfeccionándolo, con la esperanza de que le sirviera algún día.
**Amor secreto y no correspondido**
La primera vez que Adela vio a su jefe, Don Antonio Méndez, quedó paralizada. Él entró en la recepción una mañana, saludó con educación y, tras posar su mirada en la nueva empleada, pasó a su despacho.
¡Dios mío! pensó ella, confundida. Qué hombre tan guapo. Pero enseguida se reprochó: ¿Qué estoy diciendo? Don Antonio es mi jefe, mucho mayor que yo y, además, está casado.
Era un hombre de cuarenta años, apuesto, de porte elegante, con una voz aterciopelada, ojos azules y una sonrisa encantadora. Cuando la llamó a su oficina para darle instrucciones, Adela se hundió en su mirada, deleitándose con su voz, aunque logró asentir con compostura.
Al salir, se dejó caer en su silla, intentando recuperar el aliento.
No, esto no puede ser. Vine a trabajar. Él está casado, y todos dicen que adora a su mujer, Verónica.
Don Antonio, en efecto, estaba perdidamente enamorado de su esposa. No tenían hijos, pero su amor era mutuo. Las compañeras cotilleaban:
¿Qué habrá visto nuestro jefe en esa mujer tan simple? No es ninguna belleza, viste sin gracia y no le ha dado hijos. Y él un auténtico galán.
En parte tenían razón. Verónica era una mujer corriente, de vestir modesto, y a comparación de su marido, no destacaba. Pero para él no existía otra mujer. Muchas lo habían intentado seducir, pero él permanecía impasible, indiferente.
Adela escuchaba los rumores y, en silencio, amaba a Don Antonio. Soñaba en secreto que algún día él la miraría y entendería lo que sentía.
Estaremos juntos, y le daré hijos. No quiero destruir su matrimonio, pero podría tener un hijo suyo. ¡Dios mío, cómo lo amo! esas frágiles ilusiones la perseguían.
Don Antonio se convirtió en su sueño imposible. Él, sin embargo, solo la veía como una buena empleada. Aunque una vez, en su cumpleaños, le regaló flores, y aquel gesto la llenó de felicidad.
**Un encuentro casual**
Veinte años después, Adela lo vio por casualidad en la calle y al principio no lo reconoció. Canoso, caminaba arrastrando los pies. Nada quedaba del hombre apuesto de antaño. Su corazón latió con fuerza, la boca se le secó, las piernas le fallaron pero él pasó de largo sin verla.
Quiso correr tras él, abrazarlo y confesarle que aún lo amaba, pero no se movió. Lo siguió con la mirada, murmurando en voz alta sin darse cuenta:
Dios mío, ¿qué le ha pasado? ¿Merecía esto?
Desde que enterró a su Verónica hace dos años, se ha venido abajo oyó Adela la voz de una anciana. Soy su vecina, a veces le ayudo. Vive solo y malgasta su pensión en alcohol. Le regaño, pero no puede evitarlo. Y no es viejo, solo tiene sesenta y dos.
Adela se estremeció, y la anciana notó su preocupación.
¿Y tú, hija, qué relación tienes con él?
Ninguna susurró, y siguió su camino.
No pudo sacarse ese encuentro de la cabeza. Esa noche, acostada, revivió su pasado como una película. De pronto, todo cobró sentido: su único amor había regresado.
**Un viaje afortunado a Francia**
Adela llevaba casi tres años como secretaria de Don Antonio, ocultando sus sentimientos. Hasta que un día él le anunció:
Adela, tenemos un viaje de negocios a París. Como sé que dominas el francés, serás mi traductora. Prepárate.
No imaginaba la alegría que le produjo. Ella soñaba con estar a solas con él.
Las negociaciones fueron un éxito, y antes de regresar, Don Antonio propuso:
Celebremos nuestro triunfo en un restaurante. Lo has hecho magníficamente.
Estuvieron allí hasta tarde. Él, que no solía beber, se emborrachó. Adela lo ayudó a llegar a su habitación y lo acostó. Entonces, él le tomó las manos y la atrajo hacia sí.
Gracias, cariño, gracias murmuró entre besos, y el corazón de Adela se derritió.
No se resistió, aunque sabía que estaba mal. Para ella solo existían él y ella. Después, hubo caricias, aunque él la llamó “Verónica”.
Verónica, mi niña, mi amor susurraba.
Me confunde con su esposa pensó ella, dolida.
Pero se resignó. Al amanecer, salió en silencio.
Por la mañana, Don Antonio, avergonzado, llamó a su puerta.
Perdóname, Adela. Lo de anoche fue un error. No debí
Ella, con serenidad, respondió:
No se preocupe, Don Antonio. Fue cosa de dos. Nadie lo sabrá.
Gracias. Me has salvado. Estoy en deuda contigo.
**La espera de un milagro y la despedida**
Al volver, Adela no pudo olvidar aquella noche. Aunque él la había llamado por otro nombre, su amor no menguó. Seguía deleitándose con su voz en las reuniones.
Hasta que un día supo que estaba embarazada.
Dios mío, espero un hijo de él pensó, feliz. Llevo dentro un pedacito suyo.
Pero esa misma noche decidió:
Nadie debe saberlo, menos él. Ama a su mujer. No seré una intrusa. Renunciaré.
Don Antonio se sorprendió cuando le entregó su dimisión.
¿Qué pasa, Adela? Eres una gran empleada. ¿Es por el sueldo? ¿O guardas rencor por lo de París?
No, es que me caso y me voy.
¡Enhorabuena! Te daré una buena prima por tu trabajo. Sé feliz.
Ella sintió un vacío. Podría haberse quedado si él la hubiera retenido pero no fue así.
Su padre aceptó el embarazo con alegría, aunque su salud era frágil. Cuando nació su hijo, Álvaro, los tres formaron una familia. Pero años después, su padre falleció, dejándolas solos. Adela evitó encontrarse con Don Antonio, trabajando en otro extremo de la ciudad.
Hasta que, al cumplir Álvaro diecisiete años, lo vio de nuevo en la calle. Envejecido, derrotado. Y supo que debía actuar.
**Nadie debería morir solo**
Fue a su casa, temblorosa. Al abrir, él era una sombra: desaliñado, con olor a alcohol.
¿Adela? preguntó, confundido. Verónica murió, y yo no he sabido seguir.
La vivienda estaba sucia, con botellas por doquier.
Adela, con firmeza, le arrebató el vaso y lo vació.
Basta, Antonio. Tienes un hijo. Y me tienes a mí.
Él la miró, atónito.
¿Un hijo?
Entonces, ella le contó todo: cómo lo amó siempre, cómo se fue al saber del embarazo, cómo crió a Álvaro sola.
Álvaro y yo no te dejaremos morir aquí.
Antonio, con lágrimas, murmuró:
Un hijo ¿En serio?
Se abraz