La Única
Cuando era joven, Lucía llegó a trabajar como secretaria en una empresa de construcción. No pudo estudiar después del instituto porque su padre estaba muy enfermo y su madre había fallecido al dar a luz. Su padre la crió solo. En el instituto había estudiado francés, un idioma que le encantaba, y hasta tomó cursos adicionales para perfeccionarlo. Soñaba con que algún día le sería útil.
**Amor no correspondido y secreto**
La primera vez que Lucía vio a su jefe, Antonio Martínez, quedó paralizada. Él entró en la recepción por la mañana, la saludó con cortesía y, tras fijarse un instante en la nueva empleada, siguió hacia su oficina.
—Dios mío —pensó ella, confundida—, qué hombre tan guapo. —Pero enseguida se reprendió—: ¡Ay, qué estoy pensando! Antonio es mi jefe, está casado y es mayor que yo.
Antonio era un hombre de cuarenta años, atractivo, de porte elegante, con una voz suave como el terciopelo, ojos azules y una sonrisa encantadora. Cuando la llamó a su despacho para darle instrucciones, Lucía se hundió en su mirada, embelesada por su voz, pero logró asentir con profesionalidad.
Al salir, se dejó caer en su silla, intentando recuperar el aliento.
—No puedo ser así. Vine a trabajar. Él está casado, y todos dicen que adora a su mujer, Verónica.
Y era cierto. Antonio solo tenía ojos para su Verónica. No tenían hijos, pero se amaban profundamente. Las compañeras de trabajo murmuraban:
—¿Qué le ve nuestro jefe a esa mujer tan simple? No es ninguna belleza, viste sin gracia y no le ha dado hijos. Y él es un adonis.
En parte, tenían razón. Verónica era una mujer corriente, de estilo sencillo, y al lado de su marido parecía poco destacada. Pero para él, no existía otra mujer. Todos lo comprobaron cuando algunas intentaron seducirlo, sin éxito. Él permanecía impasible, indiferente.
Lucía escuchaba los rumores y amaba a Antonio en silencio. Soñaba, en la intimidad, que algún día él la miraría y entendería cuánto lo quería.
—Estaremos juntos, y tendremos hijos. No quiero destruir su matrimonio, pero podría tener un hijo suyo. ¡Dios mío, cómo lo amo! —esas fantasías la perseguían.
Antonio se convirtió en su sueño imposible. Él, sin embargo, solo la veía como una buena empleada. Aunque una vez, en su cumpleaños, le regaló flores. Ese gesto la hizo inmensamente feliz.
**Un encuentro inesperado**
Veinte años después, Lucía se lo encontró por casualidad en la calle. Al principio no lo reconoció. Iba encorvado, con el pelo gris y arrastrando los pies. Nada quedaba del hombre apuesto de antaño. Su corazón latía con fuerza, la boca se le secó, las piernas le pesaban… pero él ni siquiera la vio.
Quiso correr tras él, abrazarlo y confesarle que aún lo amaba, pero no se movió. Lo observó alejarse y murmuró sin darse cuenta:
—Dios mío, ¿qué le ha pasado? ¿Merecía esto?
—Desde que enterró a su mujer, se ha dejado caer —oyó decir a una anciana—. Hace solo dos años, pero está destrozado. Yo lo ayudo a veces. Vive solo y malgasta su pensión en alcohol. Lo regaño, pero no puede evitarlo. Y no es tan mayor, solo tiene sesenta y dos.
Lucía se sintió desolada. La anciana notó su angustia:
—¿Y tú, hija, qué relación tienes con él?
—Ninguna —susurró, y siguió caminando.
No pudo sacarse ese encuentro de la cabeza. Esa noche, acostada, revivió su pasado como una película. Su único amor había regresado, aunque fuera así.
**Un viaje afortunado a Francia**
Lucía llevaba casi tres años como secretaria de Antonio, ocultando sus sentimientos. Hasta que un día él le anunció:
—Lucía, tenemos un viaje de negocios a Francia. Sé que dominas el francés. Serás mi intérprete.
No imaginaba la alegría que le provocó. Ella soñaba con estar a solas con él.
Las negociaciones fueron un éxito, y antes de volver, Antonio propuso:
—Celebremos en un restaurante. Lo has hecho magníficamente.
Estuvieron allí hasta tarde. Antonio, que no solía beber, se emborrachó. Lucía lo ayudó a llegar a su habitación y lo acostó. Entonces él, de repente, la tomó de las manos y la atrajo hacia sí.
—Gracias, cariño —murmuró, besándola con avidez.
Ella no se resistió. Sabía que estaba mal, pero no pudo evitarlo. Solo existían él y ella.
Después hubo más caricias, aunque él la llamó “Verónica”. Eso le dolió, pero lo aceptó. A la mañana siguiente, Antonio, avergonzado, fue a disculparse.
—Lucía, lo siento mucho. Fue un error. No debí…
Ella lo interrumpió, serena:
—No se preocupe. Fue cosa de los dos. Nadie lo sabrá.
**Un milagro y una despedida**
Al regresar, Lucía no pudo olvidar esa noche. Poco después, descubrió que estaba embarazada.
—Dios mío, llevo dentro a su hijo —pensó, feliz. Pero esa misma noche decidió:
—Nadie debe saberlo, menos él. No quiero arruinar su matrimonio. Renunciaré y me iré.
Antonio se sorprendió cuando le entregó su dimisión.
—¿Qué pasa? ¿Es por el sueldo? ¿O estás enfadada conmigo?
—No, es que… me caso y me mudo.
—¡Enhorabuena! —dijo él, sonriendo—. Te daré una buena prima por tu trabajo.
Ella se sintió herida. Podría haberla retenido… pero no lo hizo.
Su padre aceptó la noticia con alegría, aunque seguía enfermo. Lucía dio a luz a un niño, Daniel. Creció sano y feliz, pero cuando cumplió siete años, su abuelo falleció.
Lucía evitaba a Antonio, hasta que, diecisiete años después, se lo encontró en la calle, destruido por la soledad y el alcohol.
**No debe estar solo**
Decidió actuar. Fue a su casa, un piso oscuro y descuidado, lleno de botellas. Él apenas la reconoció.
—¿Lucía? —preguntó, confundido—. Verónica murió, y yo… no puedo superarlo.
Ella entró, limpió el desorden y, con firmeza, le arrebató el vaso de vino.
—Basta ya. Tienes un hijo. Y me tienes a mí.
Antonio la miró, incrédulo.
—¿Un hijo?
Lucía le contó todo: su amor, su partida, cómo crió a Daniel sola.
—No te dejaremos morir en soledad.
Él se derrumbó.
—¿Tengo un hijo? ¿Y tú me quisiste todo este tiempo?
Al día siguiente, llegaron con Daniel, quien, ya adulto, lo aceptó de inmediato.
—Hola, padre —dijo, estrechándole la mano.
Antonio lloró de felicidad. Se arrodilló ante Lucía.
—Gracias. No puedo creer que tenga un hijo. Perdóname por no estar.
—Hace mucho que te perdoné —respondió ella.
Ahora viven juntos. Daniel estudia Medicina. Antonio ha recuperado la alegría y repite:
—Hay que vivir el presente. Lo entendí gracias a ti.
**Moraleja**: El amor verdadero no busca posesión, sino felicidad, incluso en silencio. Y a veces, la vida concede segundas oportunidades cuando menos se esperan.