Cuando era joven, Lucía llegó a trabajar como secretaria en una empresa de construcción. No pudo estudiar después del instituto porque su padre estaba muy enfermo y su madre había fallecido al dar a luz. Su padre la crió solo. En el instituto, Lucía estudió francés, un idioma que le encantaba. Incluso tomó cursos adicionales y siguió perfeccionándose, esperando que algún día le sirviera.
**Un amor no correspondido**
La primera vez que Lucía vio a su jefe, Rodrigo Martínez, quedó paralizada. Él entró en la recepción por la mañana, la saludó con educación y, tras fijarse un instante en la nueva empleada, pasó a su despacho.
—Dios mío —pensó, desconcertada—, qué hombre tan guapo. —Pero enseguida se reprendió—: ¿Qué me pasa? Rodrigo es mi jefe, mayor que yo y está casado.
Rodrigo, de cuarenta años, era alto, atractivo, con una voz suave y ojos azules que brillaban con una sonrisa encantadora. Cuando la llamó a su despacho para darle indicaciones, Lucía se perdió en su mirada, disfrutando de su voz, pero logró asentir con profesionalidad.
Al salir, se dejó caer en su silla, intentando recuperar el aliento.
—No puede ser. Vine a trabajar. Él está casado, y todos dicen que adora a su mujer, Laura.
Y era cierto. Rodrigo no tenía ojos más que para Laura. No tenían hijos, pero su amor era mutuo. Las compañeras cotilleaban:
—¿Qué le ve nuestro jefe a esa mujer tan simple? No es ninguna belleza, viste sin estilo y no le ha dado hijos. Y él es tan apuesto.
En parte tenían razón. Laura era una mujer corriente, vestía con sencillez y, comparada con Rodrigo, parecía insignificante. Pero para él, ella lo era todo. Muchas lo intentaron, pero él permaneció impasible.
Lucía escuchaba los rumores y amaba a Rodrigo en silencio. Soñaba que algún día él la miraría y entendería su amor.
—Estaremos juntos, y tendremos hijos. No quiero destruir su matrimonio, pero quizá pueda tener un hijo suyo. ¡Dios, cómo lo amo! —esos sueños frágiles la perseguían.
Rodrigo era su única ilusión imposible. Él, sin embargo, solo la veía como una buena empleada. Aunque una vez, en su cumpleaños, le regaló flores. Eso la hizo aún más feliz. Al menos, él se acordó…
**Un reencuentro inesperado**
Veinte años después, Lucía lo encontró por casualidad en la calle. Al principio no lo reconoció. Caminaba encorvado, arrastrando los pies, el cabello completamente blanco. Nada quedaba del hombre apuesto de antes. Su corazón latió con fuerza, la boca se le secó, pero Rodrigo ni siquiera la miró.
Quería correr hacia él, abrazarlo y confesarle que aún lo amaba, pero no se movió. Mientras lo veía alejarse, murmuró sin darse cuenta:
—Dios mío, ¿qué le ha pasado? ¿Merecía esto?
—Desde que enterró a Laura hace dos años, se ha venido abajo —dijo una anciana a su lado—. Soy su vecina, a veces lo ayudo. Vive solo y malgasta su pensión en alcohol. Lo regaño, pero no puede evitarlo. Y no es viejo, solo tiene sesenta y dos.
Lucía se estremeció. La anciana notó su expresión.
—¿Tú quién eres para él?
—Nadie —susurró, y siguió caminando.
No pudo dejar de pensar en él. Esa noche, los recuerdos desfilaron ante sus ojos. De pronto, toda su vida dio un vuelco. Su único amor había vuelto.
**Un viaje inolvidable a Francia**
Lucía llevaba tres años trabajando para Rodrigo sin revelar sus sentimientos. Amaba en silencio. Hasta que un día él le anunció:
—Lucía, tenemos un viaje de negocios a Francia. Sé que dominas el francés. Necesito que me ayudes con las reuniones.
No imaginaba la alegría que le provocó. Ella soñó con estar a solas con él.
Las negociaciones fueron un éxito, y antes de volver, Rodrigo propuso:
—Celebremos nuestro triunfo en un restaurante. Lo has hecho muy bien.
Pasaron horas charlando. Rodrigo, que no solía beber, terminó ebrio. Lucía lo llevó a su habitación y lo acostó. De pronto, él la tomó de las manos y la atrajo hacia sí.
—Gracias, cariño —murmuró, besándola con ansia.
Ella no se resistió. Sabía que estaba mal, pero no podía alejarse. Solo existían ellos dos.
Aunque él la llamó “Laura”.
—Laura, mi niña, mi amor —susurraba.
—Me confunde con su esposa —pensó, con el corazón apretado. Pero se resignó.
A la mañana siguiente, Rodrigo, avergonzado, fue a su habitación.
—Perdóname, Lucía. No debió pasar. Fue un error.
Aunque sus palabras le dolieron, ella mantuvo la compostura.
—No se preocupe, Rodrigo. Fue cosa de los dos. Nadie lo sabrá.
—Gracias. Me has salvado.
**Un secreto y una decisión**
Al regresar, Lucía no pudo olvidar esa noche. Aunque él la había confundido con otra, su amor no menguó.
Hasta que un día supo que estaba embarazada.
—Dios mío, llevo dentro a su hijo —pensó, feliz. Pero esa noche decidió:
—Nadie debe saberlo, menos Rodrigo. Él ama a Laura. No quiero ser la causante de su dolor. Renunciaré.
Rodrigo se sorprendió cuando le entregó su dimisión.
—¿Qué pasa? Eres una gran empleada. ¿Es el sueldo?
—No. Es que… me caso y me voy.
—¡Enhorabuena! Te daré una buena prima por tu trabajo. Sé feliz.
Aunque le dolió su indiferencia, también sintió alivio. Así no le revelaría su secreto.
Su padre aceptó la noticia con alegría. Aunque enfermo, la apoyó en todo.
Lucía dio a luz a su hijo, Álvaro. Creció sano, llenando de alegría a su madre y abuelo. Pero cuando Álvaro cumplió siete años, su abuelo falleció.
Lucía trabajó en otro lugar, evitando cualquier encuentro con Rodrigo. Hasta que, años después, lo vio en la calle, destrozado por el dolor.
**La redención**
Álvaro cumplió diecisiete años, y Lucía no pudo soportar más el secreto.
—Nadie merece morir solo. Rodrigo tiene un hijo. Y me tiene a mí.
Fue a su casa. Al abrir, un hombre desaliñado, con olor a alcohol, la miró confundido.
—¿Sí?
—Rodrigo, soy Lucía. ¿Me recuerdas?
Él la dejó pasar. El piso estaba sucio, con botellas por todas partes.
—Desde que Laura murió, no sé vivir —confesó, sirviéndose vino.
Ella le arrebató la copa.
—Basta. Tienes un hijo. Y me tienes a mí.
Rodrigo la miró, atónito.
—¿Un hijo?
Lucía le contó todo.
—Álvaro y yo no te dejaremos morir aquí. ¿No quieres conocer a tu hijo?
Él, tembloroso, apenas podía hablar.
—¿Tengo un hijo? ¿Y tú… me amaste todo este tiempo?
Se abrazaron. Ella ayudó a limpiar la casa y, al irse, prometió:
—Mañana vendremos con Álvaro.
**El reencuentro**
Álvaro, ya un joven maduro, lo entendió todo al instante.
Al día siguiente, llegaron con un pastel. Rodrigo, recién afeitado y vestido elegantemente, parecía otro hombre.
—Hola, padre —dijo Álvaro, estrech