El último viaje bajo la lluvia

El último camino bajo la lluvia

Un frío aguacero otoñal azotaba el camino embarrado que conducía al pueblo de Valdelinares. Antonio Martínez, encorvado bajo el torrente de agua, avanzaba con determinación. El barro se pegaba a sus botas, cada paso era una lucha, pero no se detenía. Hoy debía llegar allí, junto a su Carmen. Al fin, entre la cortina gris de la lluvia, se distinguieron las siluetas del antiguo cementerio.

—Ahí está tu abedul— susurró Antonio, y su voz tembló de dolor.

Se acercó a la modesta lápida y cayó de rodillas, sin notar cómo la ropa empapada le helaba el cuerpo. La lluvia se mezclaba con sus lágrimas, resbalando por su rostro surcado de arrugas. No sabía cuánto tiempo permanecería así, sumido en recuerdos. Pero de pronto, unos pasos resonaron a sus espaldas. Antonio se volvió y se quedó inmóvil, el corazón apretado por la sorpresa.

Aquel amanecer había sido húmedo y gris. Antonio, envuelto en su vieja gabardina, esperaba en la parada del autobás en Zaragoza. El retraso del transporte lo irritaba. Junto a él, una joven reía sin preocupación, hablando por teléfono, ajena a su mirada sombría.

—¿Podrías hablar más bajo?— soltó él, incapaz de contener su mal humor.

—Perdone— respondió ella, desconcertada, bajando el teléfono—. Mamá, te llamo luego, ¿vale?

El silencio se hizo incómodo. Antonio sintió el peso de su rudeza. Carraspeó y murmuró:

—Disculpe, no estoy de buen humor hoy.

La joven lo miró con una sonrisa amable:

—No pasa nada, este tiempo pone nervioso a cualquiera. A mí me encanta la lluvia de otoño. ¡Huele como si el otoño respirara!

Antonio asintió en silencio. Nunca había sido de conversar con extraños. Eso siempre lo hacía Carmen. Ella se ocupaba de todo: las facturas, las visitas familiares… Él aceptaba su cariño sin darle importancia, hasta que ya no estuvo. Sin ella, su mundo quedó vacío como un campo quemado.

La joven, sin dejarse intimidar por su mutismo, continuó:

—¿Sabe? A veces el retraso es una bendición. Así llegan los que van tarde. Mi amiga Laura, por ejemplo, aún no ha aparecido.

Antonio iba a replicar que eso no consolaba a quien tiritaba bajo la lluvia, pero entonces recordó a Carmen. Si cuarenta años atrás no hubiera alcanzado aquel autobús, sus vidas quizá no se habrían cruzado. ¿Habría sido ella más feliz sin él?

Carmen siempre hallaba luz en los días más oscuros. Su sonrisa era como un rayo de sol, y su bondad calentaba a todos.

—Ni siquiera supe cuando sufría— pensó Antonio, y los ojos le escocieron.

Para distraerse, decidió hablar:

—¿Vas a Valdelinares? Es un lugar pequeño, casi sin jóvenes.

—Sí— asintió ella—. Soy la nieta de tía Rosario, voy a visitarla. ¿Y usted?

—A mi esposa— respondió él en voz baja—. Allí están sus raíces.

—¿Cómo se llamaba? Tal vez la conozca.

—García. Carmen Gutiérrez.

La joven negó con la cabeza:

—No, lo siento.

—Se mudó a la ciudad conmigo— explicó Antonio—. Solo volvía para ver a sus padres. Tras su muerte, apenas visitaba el pueblo.

Calló, hundiéndose en sus memorias. Carmen adoraba Valdelinares, soñaba con que fueran allí en familia. Pero él nunca tenía tiempo. Ahora le sobraba el tiempo, pero no la familia. Su hijo Javier tenía su propia vida, y los nietos no visitaban.

—¡Ahí está Laura!— exclamó la joven, saludando—. ¡Por aquí!

Se giró hacia Antonio, sonriente:

—Ahora sí llegará el autobás.

Y así fue. El viaje a Valdelinares duraba dos horas. Antonio recordó cuando Carmen, joven, perdió una vez el autobás y pasearon por Zaragoza hasta medianoche. Era una época de esperanza y calor.

Luego vino la rutina. Casi nunca discutían—con ella era imposible. Su paciencia y ternura no tenían límites. Pero él cambió, dio por sentado su amor, sin valorar los momentos compartidos.

Si pudiera decirle algo a su yo joven, sería: «Aprecia».

Al entrar en Valdelinares, su corazón latió con fuerza. Recordó una frase: «El infierno es el nunca más».

La lluvia no cesaba. Antonio se levantó:

—Mi parada.

Salió bajo el aguacero sin mirar atrás. Las jóvenes también bajaron, resguardándose. Al ver su dirección, una gritó:

—¿Adónde va? ¡Ahí solo está el cementerio!

Antonio se detuvo, volvió la cabeza, pero no habló. Su mirada lo dijo todo. La joven bajó los ojos, comprendiendo.

El día que Carmen se fue para siempre quedó marcado a fuego. Discutieron por una tontería. Él, como siempre, se encerró en sí mismo, rechazó la cena. Ella, preocupada, intentó reconciliarse, pero él fue frío.

—Voy a comprar— dijo ella, enjugándose las lágrimas—. ¿Necesitas algo?

—Nada— gruñó él.

Salió, y no la volvió a ver. Un coche la atropelló en el paso de cebra. Su vida se derrumbó en un instante, dejando solo vacío y culpa.

Ahora caminaba por el barro, insensible al frío. La lluvia le golpeaba el rostro, pero siguió hasta la tumba de Carmen. Cayó de rodillas.

—Aquí está tu abedul, mi niña— susurró, ahogándose en pena.

Las lágrimas se mezclaban con el agua. Perdió la noción del tiempo, sumido en el dolor. Hasta que unos pasos sonaron detrás. Al volverse, vio a la joven de la parada, empapada pero sonriente, con un paraguas.

—Perdone que la interrumpa— dijo suavemente—. Pero su esposa no querría que enfermara. Venga con nosotras, espere a que escampe.

Antonio, apoyándose en su brazo, se levantó. Ella añadió, como temiendo su silencio:

—Estoy segura de que le amaba y fue feliz con usted. Y le habría perdonado.

—¿Se nota tanto que me culpo?— preguntó él, con voz ronca.

—La culpa acompaña al duelo— respondió ella—. Quien ha perdido a alguien lo sabe. Pero no la haga sufrir más. Cuídese. Venga, está empapado.

Antonio escuchó, y en sus palabras había un eco de Carmen—la misma ternura, la misma luz. Lentamente, dio un paso hacia adelante, hacia el calor que aún lo mantenía en este mundo.

La vida enseña, demasiado tarde a veces, que el amor no es eterno, pero su ausencia sí. Aprender a vivir con ella es el último acto de cariño.

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