El último verano en el campo

La bruma se deslizaba como un sudario sobre el río. Mariana de los Ángeles se sentaba en el umbral de su casita rural y contemplaba el amanecer. Para ella, el verano siempre comenzaba así: la quietud, la frescura matutina, los primeros destellos del sol y el aroma del hogar vecino calcinando carbón. ¿Cuántos amaneceres había vivido? No sabía contarlos. Pero aquel era distinto. El último.

— ¿Abuela, por qué no duermes? — Lucía, su nieta, bostezando, apareció en el umbral con paso tambaleante.

— Estoy admirando — respondió simplemente—. Ven, mira cómo brilla todo. Es hermoso.

Lucía aterrizó a su lado en los escalones y apoyó la cabeza en su hombro. Tenía catorce años, y en ese edad los muchachos odian despertar temprano, aún más en las vacaciones. Pero desde que descubrió la noticia de la venta, cada detalle del lugar adquiría un valor esencial.

— Abuela, ¿no podrías cambiar de idea? — preguntó en el centésimo intento.

— Si bien lo desearía, ya no tengo fuerzas ni dinero para mantener esta finca. Mis manos no son lo que eran, mi espalda ni más. La tierra se agriña, la casa pide arreglo.

— Pero papá y mamá pueden ayudar… — comenzó Lucía.

— Tienes razón, pero incluso en estas vacaciones tus padres apenas dejan el móvil de lado, sumergidos en el trabajo.

— ¡No es cierto! El año pasado pintó papá el portón del corral…

— Lo pintó — coincidió Mariana—. Luego drei días con la espalda rota y juró jamás tocar un pincel. Tu madre apenas logra venir tres días a desmalezar, y vuelve con los brazos tan rígidos como el hierro.

— Pero si…

— Sin peros — la interrumpió suavemente—. Ya decidí. Este será mi último verano aquí. Que vaya siendo tuyo también, pero sin lamentaciones. Vamos a disfrutar esos días hasta dejarlos grabados para siempre.

Mariana acarició el pelo de su nieta y se levantó.

— Iré a encender el hervidor. Hoy tenemos mucho que hacer: vienen mis sobrinos Ramón y sus hermanas.

Lucía se enlució de vida. La llegada de los primos significaba historias sin fin, comidas ricas y la compañía de Marta, la hermana de Ramón, que, aunque tuviese cincuenta años, entendía a la juventud mejor que muchos adultos.

A mediodía, la casita rural se llenó de voces.

— ¡Mil agradecimientos, Mari! Trajimos plantas de tomate — gritó Ramón, llevando a la casa cajas apretadas.

— ¿Para qué más plantas si vendes el terreno? — murmuró Marta.

— Pero se nos llenarán las mesas de tomates de otoño — sonrió Mariana, abrazando a los invitados.

— Lástima que vayas a vender — murmuró Ramón—. Treinta años viviendo aquí. Cuántas fiestas celebramos, cuántos asados…

— Ya está, hermano — lo interrumpió Marta—. Lo discutimos una y otra vez. Mejor dime dónde dejo las cajas.

Mientras los adultos se entretenían con las plantas, Lucía paseaba por la finca, rozando árboles y arbustos como si le despidiera. Un viejo manzano silvestre, del que cayó y se rompió el brazo hace tres años. Los zarzales donde escondió con su primo Antonio, cubiertos de frutillas hasta dolerle el estómago. La inestable pérgola prohibida pero siempre salteada. Cada rincón, cada centímetro de tierra, estaba teñido de recuerdos.

— ¡Eh, soñadora! — llamó Marta—. Ven a ayudarme a pelar patatas.

Mientras cenaban, como siempre, se habló de todo. Ramón contó anécdotas del vecino que montó un ruido de tormenta a mitad de noche, Marta recitó trucos de dietética, y la abuela recordó el momento en que encontró el terreno con el finado don Ernesto.

— Antes, aquí sólo crecía maleza — narró, cortando un pepino picante para el gazpacho—. Mi Ernesto, descansé su alma, ya dijo: “Mari, este lugar es nuestro. Aquí construiremos la casa, el huerto, y allá, junto al río, pondremos una pérgola para el té de tarde”.

— Pero la pérgola jamás se construyó — señaló Ramón, sirviendo café con leche.

— No hubo tiempo — suspiró Mariana—. Siempre pensábamos en seguir, creer que el tiempo no acabaría. Luego… ya no.

Todos callaron. Solo se oía el zumbido de la abeja y el tictac del reloj de pared.

— Así que, ¿y quién está comprando? — preguntó Marta, rompiendo el silencio.

— Una pareja joven con un bebé pequeño — respondió Mariana, animándose—. Me caen bien. Quieren quedarse aquí todo el año, alquilar su apartamento en la ciudad y mezclarse con la naturaleza. El hombre es programador, puede trabajar desde aquí.

— ¿Cuándo será la venta?

— Hacia finales de agosto. Ya vinieron, vieron, dejaron el pago de arras.

— Quizás se arrepientan… — suspiró Lucía.

— No se arrepentirán — sonrió Mariana con tristeza—. Ya tienen proyectos de reforma, planos del anexo. Aquí comenzará una nueva vida.

Después del almuerzo, los hombres se fueron a arreglar el porche, que se había desplomado en invierno. Las mujeres se quedaron en la cocina, preparando frascos para el invierno.

— ¿Y qué harás con todo esto, Mari? — preguntó Marta, cerrando un bote recién lleno.

— Lo repartiré — sugirió sencillamente—. Contigo, con los niños, con los vecinos. No podría comer sola tanto.

— Oye, ¿y por qué no vender? Podríamos ayudarte todos con la reforma…

— Marta, ya conoces mi respuesta. Esta decisión no es solo por el dinero o mi cansancio. Ha llegado el momento de soltar. Treinta años fuimos felices aquí, después otros quince me vino visitar para sentarme en la presencia de Ernesto. Pero… he de seguir adelante.

— ¿Y adónde irás, en tus ochenta años? — preguntó Marta, enarcando la ceja.

— Verás — sonrió misteriosamente Mariana.

Cuando el sol se hundía en el horizonte, la familia se reunió junto al viejo peral. Ramón encendió la parrilla, Marta ataba carne en espitores, y Lucía, junto con los recién llegados padres, colocaron sillas alrededor de una mesita improvisada, un tocón antiguo familiar.

— Sin BBQ no es verano — anunció el padre de Lucía, abriendo una botella de vino.

— Propongo un brindis — alzó el vaso Ramón cuando todos estaban sentados—. Por nuestra Mari, quien dio alma y espíritu a este lugar, haciendo que sea hogar para todos nosotros.

— Por la abuela — levantó una copa de zumo Lucía.

El río de la charla fluyó tan tranquilo como el río cercano. Recordatorios se entrelazaron con bromas, bromas con nuevas promesas, promesas con planes esperanzadores.

— ¿Saben algo del terreno antes de nosotros? — preguntó inesperadamente Mariana.

— Solo matorrales — respondió Ramón—. Nada más.

— No — negó con la cabeza—. Cuando compramos esta tierra, encontré un cimiento antiguo entre los zarzales. Allá, detrás de los manzanos — señaló con el brazo—. Hablé con ancianos del lugar, y una mujer de noventa años contó que antes de la guerra vivía aquí una familia de guardabosques. Tres hijos, un gran hogar. Luego la guerra arrasó con el dueño, la viuda y los chicos se fueron unos años a vivir con la familia. El hogar se derrumbó, quedaron solo los cimientos, cubiertos de hierba.

— ¿Y por qué no nos lo contaste antes? — se sorprendió Ramón.

— El momento llega cuando el lugar siente que tiene que contarlo. Temí que al contar, la historia se convertiría en algo tan frío como palabras, y no tan caluroso como un secreto. Pero hoy… hoy ya no. La historia nueva podría comenzar.

A lo largo de la conversación, la noche se desarrolló sin ser notada. Las estrellas viraron al cielo, como si un niño hubiera sacudido una cubitera de brillantez.

— Recuerdan cuando nos echábamos en sábanas aquí y contábamos estrellas fugaces? — soñó la madre de Lucía.

— ¿Y por qué no lo hacemos ahora? — sugirió Lucía.

— Ya ha salido el rocío — se rió Marta.

— Tengo una idea — se levantó Mariana—. Vamos a casa, tengo algo para mostraros.

En un cajón polvoriento bajo una mesa, excavó un paquete grande.

— ¿Qué es eso? — preguntó Ramón con curiosidad.

— En un momento veréis.

En el claro delante del hogar, Mariana desenvolvió el paquete. Era un gran chinchorro estampado.

— Lo compró don Ernesto, pero no lo colgó. Han pasado todos estos años. Es el momento.

Los hombres lo suspendieron entre dos abedules, y pronto cada miembro de la familia lo usó, mirando al firmamento.

— Sé qué deseo pedir en la próxima estrella fugaz que vea — murmuró Lucía, cuando fue su turno.

— ¿Y qué es? — preguntó la abuela, tumbada en la manta al lado.

— Que esos nuevos dueños amarán este lugar tan como nosotros.

Mariana apretó la mano de su nieta en silencio.

Al día siguiente, cuando los invitados partieron, se quedaron abuela y nieta solas. Decidieron que el verano entero Lucía lo pasaría ayudando a desempacar y a despedirse.

— ¡Mira, encontré álbumes antiguos! — chilló, rastrillando en el ático.

— Tráelos aquí, las vamos a ver juntas — respondió Mariana, mientras preparaba cena.

Se acomodaron en el viejo sofá, hojeando imágenes amarillentas.

— ¿Quién es éste? — preguntaba Lucía, señalando rostros desconocidos.

— Ésa es la tía Vicky, la hermana de tu abuelo. Y esos son nuestros vecinos los Olmedos, que ya se mudaron a la ciudad.

Mientras más recorrían el álbum, llegaron a fotos donde los padres de Lucía eran niños.

— ¡Mira! ¡Ese es papá! — se rió Lucía—. ¿Veis sus orejitas?

— Sí, tu papá. Debe tener unos diez años.

— ¡Y esta es mamá! — señaló una niña con trenzas—. ¿Ya estaban juntos?

— Claro. Sus fincas estaban de lado, crecieron junto, aprendieron juntos. Luego se casaron.

— ¡Cómo romántico! — suspiró Lucía—. Yo nunca tendré recuerdos así, de un lugar donde crecí, donde conocí a mi amante…

— Tendrás otros — le respondió con suavidad—. Posiblemente mejores.

— Dudo — suspiró Lucía, enfurruñada.

Mariana suspiró y cerró el álbum.

— He aprendido mucho en mi vida: una casa no es de ladrillos ni tierra. Es la gente, los recuerdos, el amor. Y todo eso lo llevamos adentro, donde quiera que vayamos.

— ¿Adónde iremos? — preguntó sarcásticamente Lucía.

— Yo me mudaré a un apartamento cerca de vosotros. Tú… vendrás los fines de semana, haremos pasteles de fresas y manzanas, iremos al parque y nos contaremos cuentos. Tal vez un día tengas tu propia finca.

La niña no respondió, pero lo envolvió a la abuela en un abrazo fuerte.

Las semanas siguen su curso. Cada día se llenaba de tareas pequeñas: arreglar setos, regar flores, recolectar frutas, separar objetos antiguos. Pero ahora cada acción adquirió un nuevo sentido.

— Abuela, mira lo que encontré — anunció Lucía, corriendo desde el extremo de la finca con un objeto en la mano.

— ¿Qué es? — se preguntó Mariana.

— Lo saqué junto al cimiento del que hablaste.

Mariana tomó el objeto: era una caja metálica oxidada con motivos de flores.

— ¿Qué hay dentro? — preguntó Lucía con ojos brillantes.

Abierta con dificultad, dentro hallaron algunas fotos amarillentas y un papel doblado por la mitad.

—”Mi querida Anna — leyó Mariana—. Si encuentras este mensaje, significará que no regresé del frente. Sé que te amo con todas mis fuerzas y que cada minuto pensaba en ti…”

La voz de Mariana tembló y no continuó.

— ¿Este mensaje es del guardabosques? — supuso Lucía.

— Parece — asintió la abuela, entregándole el mensaje—. Pero no lo envió. Lo dejó en ese escondite.

— Y su esposa nunca supo que él le escribía…

— No sé — reflexionó—. Tal vez escribió más cartas. Tal vez ella sentía su amor sin palabras.

— ¿Qué hacemos con el mensaje?

— Creo que debemos dárselo a los nuevos dueños. Que formará parte de la historia del lugar.

En agosto, el calor era insoportable. Los días se estiraban como la sombra de un zorro, como si la propia naturaleza no quisiera separarse de la antigua residencia rural.

— Mañana vendrán los nuevos dueños. Llegarán a firmar — anunció Mariana en cena.

— ¿Tan pronto? — se contristó Lucía—. Pensaba que aún tendríamos tiempo…

— El tiempo siempre acaba inesperadamente — sonrió—. Pero otro tiempo puede ser igual de feliz.

En la noche final en la finca, Lucía no podía dormir. Salió al umbral y se sentó en los escalones, escuchando la noche. A lo lejos, chillaba una lechuza, crujían las ramas, zumbaban los grillos.

— ¿No duermes, hija? — preguntó Mariana.

— Quiero grabar todo — confesó Lucía—. Cada sonido, cada olor.

— Yo también — se sentó a su lado—. He estado pensando mucho si era correcto vender la finca. Pues sí. Porque aquí se construirá una nueva familia, se criarán niños, se escucharán voces y risas. Y ésta es la manera de que un hogar esté vivo.

— ¿Y nosotros, abuela?

— Seguiremos adelante. Y quién sabe, un día tú trajerás a tus hijos y les dirás: “Miren, aquí vivió mi abuela”.

Al amanecer, los nuevos dueños llegaron — una pareja joven con un hijo pequeño.

— ¡Hola! Gracias por venderme esta finca — sonrió la mujer, agarrando la mano de Mariana.

— Cuídela — pidió simplemente—. Aquí cada rincón guarda recuerdos.

— Lo haremos — prometió el hombre—. Y si deseas, siempre podrás visitarnos.

— Gracias — asintió Mariana—. Y esto es para vosotros — le extendió la caja con el mensaje—. Una parte de la historia de este lugar.

Cuando todos los papeles estaban firmados y las cosas empaquetadas, Mariana recorrió por última vez la finca, despidiéndose de cada árbol, de cada arbusto. Lucía caminaba detrás, ocultando lágrimas.

— Abuela, ¿recuerdas cuando dijiste que seguirás adelante? — preguntó cuando subían al coche—. ¿Adónde vas?

Mariana sonrió con misterio.

— Tengo un billete de tren hacia el Lago Baikal. Llevaba mucho tiempo soñando con visitarlo.

— Abuela, pero tienes…

— Setenta y ocho — se rió—. ¿Y qué? Es el tiempo justo para viajar. Y oye: vendrás conmigo.

— ¡Yo! — se asombró Lucía.

— Sí. Ya convencí a tus padres. En lugar de esta finca, tendremos una nueva aventura. El último verano en esta casa rural es solo el inicio de un camino nuevo.

El coche arrancó, alejándolos de la finca, con tanto tiempo vivido. Pero en los corazones de Mariana y Lucía, no solo quedaba tristeza del adiós, sino también emoción por lo desconocido. Porque un hogar no es de paredes, sino de personas. Y mientras estén juntas, siempre serán casa, dondequiera que estén.

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