El último pastelito de la abuela: una historia de olvido, amor y soledad

El último pastelito de la abuela Carmen: una historia de olvido, amor y soledad

En las afueras de un pequeño pueblo perdido en la provincia de Burgos, en una casita humilde, vivía Carmen López, a quien todos llamaban simplemente “la López”. Su nombre se había borrado de la memoria de los vecinos, pero el respeto hacia ella seguía vivo en cada casa.

Con noventa y cuatro años, aún se mantenía fuerte: cuidaba su huerto, mantenía la casa impecable, como si no viviera sola, sino con un ejército de criadas. Su pañuelo blanco almidonado, el delantal limpio, los alféizares recién pintados y las ventanas relucientes con macetas de geranios—Carmen era de esas personas que sabían vivir con dignidad y elegancia.

Tras la muerte de su marido, hacía diez años, se quedó sola. Sus tres hijos—el hijo, Javier, y las hijas, Lucía y Elena—habían emigrado a la ciudad, esparcidos como hojas al viento. Los nietos, ocupados en sus propias vidas, apenas se acordaban de la abuela del pueblo. Solo la llamaban en Navidad o por su cumpleaños, si acaso.

Pero ella no se quejaba. Lo entendía: cada uno tenía su camino. Ella seguía trabajando, amando a sus cabras, horneando pastelitos y creyendo, contra toda esperanza, que todo tenía un propósito.

**Los regalos que regresan**
—¡Buenos días, doña Carmen! —entró un día la vecina Rosa con su hija. —Vinimos por queso. Esta niña solo come el suyo, el del supermercado no le gusta.

—¡Ay, mis niñas, qué alegría! Toma, un pastelito de cereza—el favorito de la pequeña.

—¡Gracias, abuela! —sonrió la niña.

—Os mimo demasiado, lo sé —reía Carmen—. ¿A quién más voy a mimar, si no? Los míos ni lo aceptan… Hace poco, el vecino Miguel me trajo de vuelta las cestas que envié—ni el queso, ni la mantequilla, ni la mermelada. “No nos gusta”, dijeron. Y yo, como una tonta, me esforzaba…

Las vecinas se miraron con pena. Sabían la verdad: su hijo solo aparecía una vez al año, para llevar a su jefe de pesca. Su nieto había venido en Feria, se emborrachó con sus amigos y al amanecer desapareció. Las hijas, ni rastro. Los nietos, que pasaban los veranos con ella de pequeños, ahora viajaban por resorts caros.

—¿Y tus cabras? ¿No es mucho trabajo ya? —preguntó Rosa.

—¿Qué haría sin ellas? Me dan vida. Sin trabajo, uno se hunde. Con ellas, hay que levantarse, ordeñar, cuidar… El movimiento es salud, Rosita.

**El huerto que nadie quería**
En verano, Carmen seguía trabajando su huerto. Tomates, pimientos, patatas… Todo en su sitio, ni una mala hierba. Pero los vecinos notaron que se detenía más a menudo, jadeando.

Un día se desplomó—le dio un mareo. Le pidió a Rosa: llama a mis hijos, diles que estoy mal. Llamó. Nadie vino. Ni Javier, ni Lucía, ni Elena. Solo silencio al otro lado del teléfono.

Los vecinos la cuidaron. Miguel trajo medicinas, Rosa ordeñó las cabras, otra vecina llevó sopa y empanadas. Carmen se sentía culpable—no estaba acostumbrada a ser una carga.

Se debilitó. Mucho. Escribió una carta:
“Venid a buscarme. Ya no puedo sola…”

Nadie respondió. Como si la carta se la hubiera llevado el viento.

**La despedida**
En verano, decidió que basta. Dio sus cabras a Rosa. No plantó nada—por primera vez en cincuenta años. Se sentaba junto a la ventana, mirando su tierra, ahora cubierta de maleza, la tierra que tanto amó y ya no podía trabajar.

Un día encontró en el granero viejos cuadernos de escuela. Arrancó una hoja y escribió, lenta, cada letra con dolor, cada palabra con lágrimas. Dejó la nota sobre la mesa, junto a un fajo de billetes.

Llovió. Días enteros sin humo saliendo de la chimenea. Los vecinos se preocuparon.

Entraron—y allí estaba, tranquila, arropada, como si durmiera. Pero no despertaría.

Llamaron a sus hijos. Nadie contestó. Escribieron. Silencio.

Los vecinos organizaron el funeral. Rosa, Miguel y tres más. Las mujeres hornearon, los hombres ayudaron con el ataúd. Todo como si fuera de la familia.

Los hijos llegaron al día siguiente, cuando ya todo estaba resuelto. Recibieron la llave, entraron en silencio.

Sobre la mesa redonda—un mantel blanco. Encima, el fajo de dinero y la carta:

“Queridos hijos—Javier, Lucía y Elena.
Por fin juntos. No os peleéis, cuidaos unos a otros. Repartí mis cosas. Las imágenes religiosas, llevadlas a la iglesia. Mi perro, que se quede con Miguel, es buen hombre. Vended la casa, repartid el dinero. Perdonad y adiós.
Vuestra madre.”

**La tumba olvidada**
Cerraron la casa. Clavaron las ventanas. El perro quedó abandonado en el patio.

Se fueron. Nunca volvieron.

La casa se llenó de ortigas y maleza. Nadie quería comprar una vieja casa en un pueblo perdido.

La tumba de Carmen López se cubrió de silencio y hierbajos. Pero Rosa, cada vez que pasaba por el cementerio, entraba. Limpiaba, ponía flores.

—Tanto bien me hiciste, Carmen—susurraba—. Al menos yo no olvidaré tu tumba.

Así se van los que dieron todo por sus hijos. Los que amaron hasta el último suspiro. Pero a veces—hacia el vacío.
Sin un “gracias”.
Sin un último “mamá”.
Sin una llamada.

Y la casa queda allí. Sola. Con sus cortinas blancas y el aroma a mermelada, congelado en el pasado.

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El último pastelito de la abuela: una historia de olvido, amor y soledad