**El último pastelito de la abuela Isabel: una historia de olvido, amor y soledad**
Al borde de un pueblo perdido en las montañas de León, en una casita pequeña, vivía Isabel Martínez, a quien todos llamaban simplemente “la Martina”. Su nombre se había desvanecido de la memoria de los vecinos, pero el respeto por ella seguía vivo en cada hogar.
A sus noventa y cuatro años, aún se mantenía firme: llevaba su casa, cuidaba su huerto y mantenía todo impecable, como si no viviera sola, sino con un ejército de criadas. El pañuelo blanco almidonado, el delantal claro, los alféizares relucientes y las ventanas limpias con macetas de geranios—Martina era de esas personas que sabían vivir con dignidad y belleza.
Tras la muerte de su marido, ocurrida diez años atrás, se quedó sola. Sus tres hijos—Miguel, Lucía y Rosa—se habían marchado a la ciudad, dispersos como hojas en el viento. Los nietos, ocupados con sus propias vidas, apenas la recordaban. Solo la llamaban en Navidad.
Pero ella no se quejaba. Lo entendía: cada uno tenía su camino. Mientras tanto, ella seguía viviendo, trabajando, cuidando de sus cabras, horneando pastelitos y creyendo que todo valía la pena.
**Los regalos que vuelven**
—Buenos días, Martina—entró una vecina, Pilar, con su hija—. Vinimos por queso. Laura solo come el tuyo, ¡el del supermercado no lo quiere!
—Ay, mis niñas, ¡qué alegría! Toma, un pastelito de manzana, el favorito de Laurita.
—¡Gracias, abuela!—sonrió la niña.
—Os mimo demasiado, lo sé—reía Isabel—. Pero, ¿a quién más voy a mimar? Los míos nunca vienen… Hace poco, el vecino José me devolvió la cesta que les envié—ni el queso, ni la mermelada, ni los pasteles. “No los queremos”, dijeron. Y yo, como una tonta, me esforzaba…
Las vecinas intercambiaron miradas compasivas. Sabían que su hijo solo venía una vez al año—para llevar a su jefe de caza. El nieto aparecía en verano con amigos, bebían toda la noche y al amanecer desaparecían. Las hijas llevaban años sin visitarla.
—¿Y las cabras? ¿No te pesa el trabajo?—preguntó Pilar.
—¿Qué haría sin ellas? Me mantienen viva. Sin movimiento, te entierran. Con ellas, hay que levantarse, ordeñar, alimentar…
**El huerto que ya no necesita**
En verano, Martina seguía trabajando en el huerto. Tomates, coles, patatas… Todo en orden. Pero los vecinos notaron que se detenía más, que respiraba con dificultad.
Un día, cayó—se sintió mal. Le pidió a Pilar: “Llama a mis hijos, diles que su madre está enferma”. Pilar llamó. Nadie vino. Ni Miguel, ni Lucía, ni Rosa. Solo silencio al otro lado del teléfono.
Los vecinos la cuidaron. José trajo medicinas, Pilar ordeñó las cabras, otra vecina llevó sopa y empanadas. Martina se avergonzaba—no estaba acostumbrada a ser una carga.
Se debilitó. Escribió una carta:
“Venid a por mí. No puedo sola…”
No hubo respuesta. Como si el viento se la hubiera llevado.
**El adiós**
Ese verano, decidió: basta. Dio las cabras a Pilar. No plantó nada—por primera vez en cincuenta años. Se sentaba junto a la ventana, mirando la tierra que tanto había querido y que ya no podía labrar.
Un día, encontró viejos cuadernos escolares en el desván. Arrancó una hoja y escribió. Cada letra, con dolor; cada palabra, con lágrimas. Dejó la carta sobre la mesa, junto a un fajo de billetes.
Llovió. Durante días, no salió humo de la chimenea. Los vecinos se inquietaron.
Entraron—y allí estaba Martina, en su cama, como si durmiera. Pero no despertaría.
Llamaron a sus hijos. Nadie contestó. Escribieron. Silencio.
El funeral lo organizaron los vecinos. Pilar, José y otros tres. Las mujeres hornearon, los hombres ayudaron con el ataúd. Todo como si fuera familia.
Los hijos llegaron al día siguiente, cuando todo estaba listo. Recibieron la llave, entraron en silencio.
Sobre la mesa, un mantel blanco. Encima, un sobre con dinero y una carta.
“Queridos Miguel, Lucía y Rosa:
Por fin estáis juntos. No os pe”Sed felices y no olvidéis de dónde venís.”