El último pastelito de la abuela Carmen: una historia de olvido, amor y soledad
En las afueras de un pequeño pueblo perdido cerca de Toledo, en una humilde casita, vivía Carmen Martínez, a quien todos llamaban simplemente La Martínez. Su nombre se había borrado de la memoria de los vecinos, pero el respeto por ella permanecía en cada rincón del lugar.
A sus noventa y cuatro años, aún se mantenía fuerte: cuidaba ella misma de su hogar, mantenía el huerto impecable, y dentro de casa, todo relucía como si un ejército de criadas hubiera pasado por allí. Su pañuelo almidonado, el delantal limpio, los alféizares blanqueados y las ventanas recién fregadas con macetas de geranios —Carmen era de esas personas que sabían vivir con dignidad y belleza.
Desde que su marido, Antonio, falleciera diez años atrás, vivía sola. Sus tres hijos —Javier, Lucía y Elena— hacía tiempo que se habían marchado a la ciudad, dispersándose como hojas en el viento. Los nietos crecieron, se sumergieron en sus propias vidas y apenas recordaban a la abuela del pueblo. Solo la llamaban en Navidad o por su santo.
Pero ella no se quejaba. Lo entendía: cada uno tenía su camino. Y ella… seguía adelante, trabajando, cuidando de sus cabras, horneando pastelitos y confiando en que todo tenía un sentido.
Los regalos que vuelven
—¡Buenos días, Carmen! —se asomó una vecina, Pilar, con su hija pequeña—. Vinimos por el queso. A Marta solo le gusta el tuyo, el del supermercado no lo prueba.
—¡Ay, mis niñas, qué alegría! Aquí tenéis un pastelito de manzana —el preferido de Martita.
—¡Gracias, abuela! —sonrió la niña con dulzura.
—Os mimo demasiado, lo sé —reía Carmen—. Pero, ¿a quién voy a mimar si no? Los míos nunca vienen… Hace poco, el vecino Luis me devolvió un paquete de regalos que mandé. Ni los pasteles, ni el queso, ni la mermelada… “No nos hace falta”, dijeron. Y yo, como una tonta, me esforzaba…
Las vecinas intercambiaron miradas de pena. Sabían que Javier solo había aparecido una vez en el año —para llevar a su jefe de caza. El nieto vino una primavera con amigos, bebieron toda la noche y al amanecer desaparecieron. Las hijas no se dejaban ver desde hacía cinco años. Los nietos, cuando eran pequeños, pasaban los veranos con ella. Ahora ni se acordaban del camino, ocupados en viajes y fiestas.
—¿Y tus cabras? ¿No te pesa ya cuidarlas? —preguntó Pilar.
—¿Cómo viviría sin ellas? Ellas me dan una razón para seguir. Sin trabajo, uno se marchita. Gracias a ellas me levanto, las ordeño, las alimento… El movimiento es vida, Pilar.
El huerto que ya no necesitaba
En verano, Carmen seguía trabajando en su huerto. Todo en orden: tomates, coles, patatas, pepinos… Ni una mala hierba. Pero los vecinos notaron que se detenía más, que le costaba respirar.
Un día se desplomó. Le pidió a Pilar: “Llama a mis hijos, diles que su madre está mal”. Llamó. Pero nadie vino. Ni Javier, ni Lucía, ni Elena. Solo silencio al otro lado del teléfono.
Los vecinos la cuidaron como pudieron. Luis trajo medicinas, Pilar ordeñó las cabras, otra vecina le llevaba caldo y empanadas. Carmen se avergonzaba —no estaba acostumbrada a ser una carga.
Se debilitó. Mucho. Escribió una carta:
“Venid a buscarme. Ya no puedo sola…”.
Nadie respondió. Como si las palabras se las hubiera llevado el viento.
La despedida
Ese verano, tomó una decisión: bastaba. Le dio las cabras a Pilar. No plantó nada —por primera vez en cincuenta años. Se sentaba junto a la ventana, contemplando el huerto cubierto de hierba, esa tierra que tanto amó y que ya no podía trabajar.
Una tarde, encontró unos viejos cuadernos escolares. Arrancó una hoja en blanco y escribió. Cada letra le costó un dolor, cada palabra salió con una lágrima. Después, dejó la nota sobre la mesa, junto a un pañuelo con dinero.
…Llovió. Durante días, el humo dejó de salir de la chimenea. Los vecinos se alarmaron.
Entraron y la encontraron en su cama, arropada, como si durmiera. Pero no despertaría.
Llamaron a sus hijos. Nadie respondió. Escribieron. Silencio.
El entierro lo organizaron los vecinos. Pilar, Luis y otros tres. Las mujeres cocinaron, los hombres ayudaron con el ataúd. Todo como si fuera familia.
Los hijos llegaron al día siguiente, cuando ya todo estaba resuelto. Los vecinos les dieron la llave. Entraron en silencio.
Sobre la mesa redonda, con su mantel blanco, había un pañuelo con dinero y una carta.
“Queridos hijos míos —Javier, Lucía y Elena:
Por fin estáis juntos. Por favor, no os peleéis, cuidaos unos a otros. Repartí mis cosas. Las imágenes religiosas, a la iglesia, si no las queréis. Mi perro, que se lo quede Luis, es bueno con él. Vended la casa, repartíos el dinero. Perdonad y despedidme.
Vuestra madre.”
La tumba olvidada
Cerraron la casa. Clavaron ventanas y puertas. Al perro lo dejaron suelto en el patio.
Se fueron. Nunca más volvieron al pueblo.
La casa se llenó de maleza y ortigas. Nadie quiso comprar una casita vieja en un pueblo olvidado.
La tumba de Carmen también se cubrió de silencio y hierbas. Pero Pilar, cada vez que pasaba por el cementerio, entraba. Limpiaba, plantaba flores.
—Mucho bien me hiciste, querida —murmuraba—. Al menos tu tumba no quedará abandonada.
Así se van aquellos que lo dieron todo por sus hijos. Los que amaron hasta el último aliento. Pero a veces… a un vacío.
Sin un “gracias”.
Sin un último “mamá”.
Sin una llamada.
Y la casa sigue en pie. Sola. Con sus cortinas blancas y el aroma a mermelada, detenido en un pasado que ya nadie recuerda.