El Último Minuto

**Último Minuto**

Julio estaba junto a la ventana de su piso en Valladolid, observando cómo los niños corrían por la calle camino del colegio. Unos con abrigos gruesos, otros con vaqueros y tobillos al aire, a pesar de los cinco grados bajo cero. El viento golpeaba contra los cristales, pero ellos parecían inmunes. Respiró hondo, casi con envidia. Dio un sorbo al café. Amargo. Lo notó demasiado tarde, pero no tenía ganas de volver a la cocina. Los dedos le temblaban levemente. La edad. La tensión. O la soledad.

En la pantalla del móvil, una llamada perdida de su hijo. Sabía que debía devolverla. Si no lo hacía ahora, más tarde escucharía ese «Siempre estás ocupado». Y no era cierto. Simplemente no sabía de qué hablar. Su hijo tenía treinta y dos años, un hombre hecho y derecho. Pero sus conversaciones eran como negociaciones diplomáticas. Frías. Precavidas. Distantes. Todo lo importante enterrado bajo capas de reproches silenciados y palabras nunca dichas. A veces ensayaba lo que diría, pero siempre terminaba con un «¿Cómo va el trabajo?».

Se puso su viejo abrigo y unos guantes de lana, ridículos pero cálidos. Salió. El frío le azotó el rostro como un latigazo. El aire olía a carbón quemado y a pan recién hecho de la parada junto a la tienda. Resbaladizo, como si las calles estuvieran cubiertas de cristal invisible. En la esquina, una mujer vendía empanadillas desde un carrito abierto. Vapor y olor a masa frita. Recordó cuando compraba las mismas para Lucía. Calientes, de cereza. A ella le encantaban, aunque hacía muecas cuando el jugo le quemaba. Se reía. De verdad. Hasta que dejó de hacerlo. De reír. De esperar. De estar con él.

Ahora vivía en Zaragoza. Nuevo marido, nuevo trabajo, nueva vida. Solo llamaba en fechas señaladas. Su voz, seca como paja. Sin emoción. Sin calor. Siempre detectaba cierta tensión en sus palabras, como si quisiera asegurarse de que seguía allí, donde lo dejó. O quizá esperaba lo contrario.

Dobló hacia el parque. Llevaba más de veinte años viviendo allí. El barrio había cambiado: edificios más altos, vecinos desconocidos. Solo los recuerdos permanecían en su sitio. Aquel banco donde le cogió la mano a Lucía en el 98. El bordillo donde se desplomó al enterarse de la muerte de su padre. Todo seguía igual. Menos la gente.

En un banco, cerca de la fuente, una chica. Joven. Fumando. El pelo revuelto, la mirada inquieta. Como si esperase a alguien pero supiera que no vendría. A su lado, un bolso y una manta. Julio iba a pasar de largo hasta que sus ojos se cruzaron. Y en ellos había tanta… soledad que, sin pensarlo, se detuvo.

—Perdone —susurró ella—. ¿Es de aquí?

—Podría decirse —respondió—. ¿Y usted?

—Esperaba a alguien. Tenía que venir. Pero no aparecerá.

Su tono era sereno, casi apagado, pero la voz le temblaba.

—¿Puedo sentarme cinco minutos? No sé… me siento rara.

—No es raro —dijo él, acomodándose a su lado—. A veces solo necesitamos a alguien cerca. Da igual quién.

Guardaron silencio.

Ella apagó el cigarrillo contra el borde de la papelera y juntó las manos entre las rodillas.

—Rompimos hace un año. Dijo que quizá hablaríamos más tarde. Ayer me escribió. Quedamos aquí. A las diez. Son las once.

—La gente rara vez cumple cuando cree que no hay nada más que decir. A veces una cita es solo otra forma de despedirse. En silencio.

—¿Y usted… ha esperado a alguien alguna vez? —preguntó ella.

Julio tardó en responder. Miraba los árboles escarchados, el parque vacío.

—Toda la vida —confesó—. Primero a mi padre. Luego a una mujer. Después a mí mismo. A veces esperas sin saber a quién. Esperas que llegue alguien y te diga: «Sé lo que sientes». Pero solo llega el silencio. O alguien totalmente distinto.

Ella no preguntó quiénes eran. Él no lo explicó. Se quedaron así. Cinco minutos. Diez.

Finalmente, ella se levantó:

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por estar. Simplemente.

Se marchó. Él se quedó. Miró el banco vacío. Sacó el teléfono.

«Hijo».

Pulsó.

Contestó al instante:

—Papá, ¿has llamado?

—Sí. Pensé… ¿qué tal el sábado? Ir al parque. Hablar.

Pausa.

—Claro —respondió su hijo—. Hacía tiempo que quería.

Colgó. Se levantó despacio. Observó las huellas en la nieve. Respiró hondo.

Y caminó.

Con cuidado.

Para no pasar de largo ante lo importante.

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