El Último Instante

Fernando estaba junto a la ventana de su piso en Valladolid, observando a los niños que corrían por la calle hacia el colegio. Unos llevaban abrigos gruesos, otros iban en vaqueros y con los tobillos al aire, a pesar de los cinco grados bajo cero. El viento golpeaba los cristales, pero los chiquillos parecían inmunes al frío. Él sonrió, casi con envidia. Bebió un sorbo de café. Amargo. Lo notó demasiado tarde, pero no quiso volver a la cocina. Sus manos temblaban levemente. La edad. La presión. O quizá la soledad.

En el móvil, una llamada perdida de su hijo parpadeaba. Fernando sabía que debía devolverla. Si no lo hacía ahora, más tarde escucharía: *”Siempre estás ocupado.”* Pero no era eso. No sabía de qué hablar. Su hijo tenía treinta y un años, un hombre hecho y derecho. Sus conversaciones eran como negociaciones diplomáticas al borde del fracaso. Frías. Cautelosas. Lejanas. Todo lo importante estaba enterrado bajo capas de rencores callados y palabras jamás dichas. Hasta había ensayado lo que diría, pero al final siempre terminaba con un *”¿Qué tal el trabajo?”*

Se puso su viejo abrigo, unos guantes de lana ridículos pero cálidos, y salió. El frío le azotó la cara como un latigazo. El aire olía a carbón quemado y pan recién hecho, el de la tiendecilla que montaban cada mañana junto al supermercado. Resbaladizo. Como si toda la ciudad estuviera cubierta de hielo invisible. En la esquina, una mujer vendía empanadillas desde un furgón abierto, de donde salía vapor y el aroma de la masa frita. Recordó cuando compraba esas mismas para Lucía. Calentitas, de cereza. A ella le encantaba la cereza, aunque fruncía el ceño cuando el jugo le manchaba. Se reía entonces, de verdad. Hasta que dejó de hacerlo. De reír, de esperar, de estar con él.

Ahora vivía en Sevilla. Un nuevo marido, un nuevo trabajo, una nueva vida. Solo llamaba por Navidad. Su voz sonaba seca, como paja. Sin entonación, sin calor. Siempre notaba algo tenso en ella, como si quisiera asegurarse de que él seguía exactamente donde lo había dejado. O quizá esperaba que ya no estuviera.

Dobló hacia el parque. Llevaba más de veinte años viviendo allí. El barrio había cambiado: edificios más altos, vecinos desconocidos. Solo los recuerdos permanecían en su sitio. Aquel banco donde había cogido la mano de Lucía en el noventa y ocho. La acera donde se desplomó al enterarse de la muerte de su padre. Todo seguía ahí. Solo faltaba la gente.

En un banco junto a la fuente, una chica joven fumaba, el pelo revuelto, la mirada inquieta. Como si esperara a alguien que quizá no vendría. A su lado, un bolso y una manta. Fernando casi pasó de largo, pero entonces la miró a los ojos. Había tanta soledad en ellos que se detuvo sin querer.

—Perdone —dijo ella en voz baja—, ¿usted es de aquí?

—Más o menos —respondió él—, ¿y usted?

—Estoy esperando a alguien. Dijo que vendría. Pero parece que no lo hará.

Su tono era tranquilo, casi sin emoción. Pero la voz le temblaba.

—¿Puedo quedarme un rato? Solo cinco minutos… Sé que es raro.

—No lo es —contestó Fernando, sentándose a su lado—. A veces solo hace falta tener a alguien cerca. Da igual quién.

Callaron.

Ella apagó el cigarrillo en el borde de la papelera y apretó las manos entre las rodillas.

—Rompimos hace un año. Me dijo que quizá hablaríamos más tarde. Ayer me escribió, quedamos aquí. A las diez. Ya son las once.

—La gente rara vez cumple lo que promete. Sobre todo cuando cree que ya lo ha dicho todo. A veces una cita es solo una forma de despedirse. En silencio.

—¿Y usted? —preguntó ella—. ¿Ha esperado alguna vez a alguien?

Fernando tardó en responder. Observó los árboles escarchados, el parque mudo.

—Toda la vida —dijo al fin—. Primero a mi padre. Luego a una mujer. Después a mí mismo. A veces esperas sin saber a quién. Crees que llegará alguien que te diga: *”Sé que es duro.”* Pero solo llega el silencio. O alguien totalmente distinto.

Ella no preguntó más. Él no lo explicó.

Se quedaron ahí sentados. Cinco minutos. Diez.

Después, ella se levantó:

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por estar. Solo por estar.

Se fue. Él se quedó. Miró el banco vacío. Sacó el móvil.

*”Hijo”*.

Pulsó.

—¿Papá? ¿Has llamado?

—Sí. Pensé… ¿Quedamos el sábado en el parque? Sin más. Para hablar.

Silencio.

—Claro —contestó al fin—. Hacía tiempo que quería.

Fernando colgó. Se levantó despacio. Siguió con la mirada las huellas sobre la nieve. Respiró hondo.

Y siguió caminando.

Con cuidado.

Para no pasar de largo.

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El Último Instante