El último encuentro en el parque otoñal

Al final del otoño nos volvimos a encontrar en el mismo rincón del Parque del Retiro donde todo empezó hace veinte años. No fue nada planeado, simplemente el viento de noviembre se dejó llevar por la ciudad, como si estuviera hojeando las páginas de alguna vida pasada.

Yo, Álvaro García, caminaba por la alameda bajo la luz tenue de los faroles de hierro, y en el bolsillo del abrigo llevaba ese billete de tren arrugado que me llevaría esa misma noche a Sevilla. Era mi despedida definitiva, y aquella caminata era mi adiós silencioso a la ciudad que había visto mis veranos y mi primera adolescencia.

Allí estaba ella, sentada en la misma banca que recordamos, la que tiene una esquina de cemento astillada y unas letras grabadas en el respaldo: «L.+Á.» Yo la veía envuelta en un abrigo beige, mirando el estanque donde los patos picoteaban el pan que les lanzaban los paseantes.

Me detuve y mi corazón volvió a ese temblor viejo, como un péndulo que retrocede en el tiempo. No la reconocí al principio, no por su aspecto cansado, sino por la forma en que inclinaba la cabeza y cruzaba las manos sobre las rodillas.

¿Leocadia? dije, con la voz rasgada y extraña.

Se giró, no con sobresalto, sino como quien ya espera que la llamen. Sus ojos verde-azulados se agrandaron.

¿Álvaro? Dios mío Álvaro.

Me senté a su lado, dejando entre nosotros un espacio que podría haber albergado dos décadas. Olía a hoja mojada, a humo y a un perfume caro, no aquel dulce y atrevido de la juventud.

¿Qué haces por aquí? preguntó casi al unísono y soltó una risa nerviosa.

Resultó que ella había salido a dar una vuelta después de una reunión en la Universidad Complutense que está cerca, y yo estaba diciendo adiós.

Hubo una pausa, cómoda y pesada a la vez.

¿Te acuerdas empezó ella, mirando el agua, de la primera vez que nos cruzamos aquí? Tú con tu monopatín y casi me pisas los pies.

No «casi», te lo arrebaté de verdad respondí sonriendo. Caíste en el charco y, en vez de disculparme, empecé a gritar que habías roto mi tabla.

Yo no lloré por los leggings arruinados, sino por lo maleducado que eras dijo Leocadia, sacudiendo la cabeza, y sus ojos se iluminaron con esas arruguitas que a mí me parecen más preciosas que cualquier joya. Después, al día siguiente, apareciste con una caja de bombones «Ardilla».

Y nos quedamos en esa banca hasta que oscureció añadí en voz baja.

Entonces la memoria, como un viejo proyector, encendió imágenes borrosas pero vivas. Nos veíamos jóvenes, asando salchichas con los colegas, ella cubierta de hollín y alimentándome con el tenedor mientras yo fingía morderme el dedo. Corríamos bajo una lluvia torrencial después del estreno de una película, empapados hasta los huesos y gritando de alegría. Yo le regalé en su cumpleaños una sortija de plata con un diminuto zafiro, usando todo lo que había ganado en los veranos, y ella lloró, llevándose la mano a los labios.

Todo eso salía ahora con facilidad, como si no lo hubiéramos guardado bajo capas de rutina y desilusiones.

¿Recuerdas la pelea por la universidad? preguntó Leocadia. Tú querías ir a Madrid, yo no podía irme por mi madre.

Era un tonto susurré. Decía que, si amabas, irías al fin del mundo.

Yo decía que, si amabas, lo entenderías exhaló. Éramos tan jóvenes y tan seguros de que el amor era una fuerza fantástica que lo resolvía todo. Pero resultó ser frágil, como el primer hielo del estanque.

El viento arrancó otra hoja del álamo y la hizo girar en una danza lenta, casi un vals de despedida.

¿Todo bien por tu lado? pregunté, con la respuesta ya escrita. Bien no era la palabra adecuada; ella tenía familia, trabajo, yo tenía mi empresa en otra ciudad, obligaciones Pero no era «bien» como lo entienden los veinte años en esa banca.

Sí contestó, y en sus ojos leí lo mismo. Todo bien.

Saqué el billete del bolsillo y lo apreté, ese trozo de papel que me separaba de la ciudad, del parque, de ella.

¿Sabes? dije, levantando la mano. Aún recuerdo cómo olían tus cabellos. No era perfume, era el propio cabello, una mezcla de champú de manzana y sol.

Leocadia me miró y sus ojos brillaron.

Yo recuerdo tu silbido. Tenías un silbido especial, con dos dedos. Lo hacías cuando llegabas a mi portal y yo salía al balcón como una loca.

Intenté silbar ahora, pero salió un sonido tembloroso, casi nada. La habilidad se había perdido. Ambos sonreímos, esta vez con una melancolía profunda.

Era hora de irnos. Nos levantamos al mismo tiempo, como por costumbre.

Adiós, Álvaro dijo ella.

Adiós, Leocadia.

No nos abrazamos, ni nos besamos en la mejilla. Simplemente nos separamos por los extremos del paseo, como veinte años atrás, cuando apenas sabíamos que nos volveríamos a ver al día siguiente. Ahora, nunca más.

Llegué a la salida del parque y la vi alejarse, su silueta desvaneciéndose entre la penumbra. Saqué el billete, miré los números borrosos y, despacio, lo rompí en pedazos y lo tiré a la papelera.

No me llevaba ese peso. Lo dejé donde pertenecía. Seguí adelante, enfrentando el frío de la noche, con el dulce recuerdo del champú de manzana.

Al cruzar la verja del parque, el ruido de la ciudad me golpeó: el zumbido de los coches, los claxon, los pasos apresurados. Olía a gasolina y a la kebab del puesto de la esquina. Me puse el abrigo y, sin rumbo, giré hacia la estación, aunque el tren ya no me esperaba.

Caminaba por calles que ya conocía, ahora cada esquina era una página del libro que alguna vez escribimos juntos. El cine «Rodolfo» donde nos besamos bajo la lluvia, la antigua cafetería donde Leocadia probó el café turco y comentó: «Tiene sabor a tierra amarga». Hoy allí cuelga el letrero de un gran banco.

Pensar en volver, en buscarla, en decir ¿qué? ¿Que todos estos años he buscado su reflejo en caras desconocidas? ¿Que ningún éxito huele tan dulce como su champú? Sería una locura. Somos adultos con obligaciones, agendas, biografías que ya no van a encajar.

Leocadia, mientras tanto, se sentó en otra banca a unos pasos. Veía cómo el viento empujaba las últimas hojas amarillentas sobre el agua y reflexionaba sobre lo extraña que es la vida. Veinte años, una vida entera construida con otra persona, un hijo, una tesis defendida, una rutina y todo puede desvanecerse en diez minutos de una charla casual.

recordó cómo él la miraba, con esa mirada directa y un poco desafiante, la que le quitaba el aliento cuando era una chavalilla mojada de lluvia y feliz con su monopatín.

De pronto sintió un impulso agudo, casi físico, de levantarse, correr, alcanzarlo. Preguntarle «¿Y si?». Pero sus piernas no obedecían; estaban acostumbradas a la constancia, al camino de vuelta a casa, a su marido que seguramente ya se preguntaba por qué tardaba.

Con la cabeza clara, Leocadia se levantó y se dirigió al instituto, donde su coche la esperaba. No miró atrás, ni al estanque, ni a la banca, ni a los fantasmas de su juventud.

Yo llegué a la estación. La gran pantalla del panel mostraba destinos lejanos que nadie me esperaba. Me acerqué al mostrador.

¿A dónde vamos? preguntó la cajera, con voz cansada.

Miré sus ojos, luego mis manos que hace media hora apretaban el billete sin rumbo.

A ninguna parte respondí en un susurro. Ya estoy aquí.

Me di la vuelta y me alejé de la estación. No sabía qué haría mañana. Tal vez encontraría trabajo, tal vez alquilaría un piso pequeño con vista al parque, o quizá me quedaría unos días más respirando el aire otoñal.

Ya no buscaba reencontrarme con ella. Esa reunión había sido suficiente; me había sacudido, me había recordado quién soy bajo capas de años y contratos.

Por primera vez en mucho tiempo, no tenía prisa. Era simplemente Álvaro, el que una vez amó a Leocadia, y eso ya bastaba. El pasado no vuelve, pero ya no corro tras él. En esa parada había una extraña, amarga y curativa libertad.

Seguía caminando por las calles vacías de la noche, y la ciudad ya no era un museo de pérdidas. Las farolas ya no eran guirnaldas del recuerdo, solo iluminaban el camino adelante. Sentía un ligero vacío, como si en mi interior hubiera hecho sitio para algo nuevo. El pasado, al fin, me soltó no con el estruendo de una puerta que se cierra, sino con un suspiro leve, como un alivio. En ese silencio empezaba algo propio, algo real.

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