La última reunión en el parque del Retiro
Se reencontraron en el mismo Retiro donde todo había comenzado veinte años atrás. No por una conspiración, sino por el capricho del viento otoñal que, como un viejo cronista, recorría la ciudad hojeando las páginas de vidas ya pasadas.
Eduardo caminaba por la alameda, iluminada por faroles de bronce, y en el bolsillo de su abrigo llevaba un pasaje de tren arrugado, aquel que partiría esa misma noche. Iba a marcharse para siempre, y aquel paseo era su despedida silente del Madrid que había albergado todo su verano, toda su primera adolescencia.
Leocadia estaba sentada en la banca que habían reclamado juntos. Esa misma, con la esquina del asiento rota y unas misteriosas iniciales L. + E. grabadas en el respaldo. Envuelta en un abrigo beige, observaba el estanque donde los patos picoteaban la orilla, suplicando pan a los escasos transeúntes.
Eduardo se detuvo y su corazón hizo el viejo movimiento olvidado: no latió, sino que se balanceó como un péndulo que retrocede el tiempo. La reconocería entre miles, no por la elegancia cansada de su figura, sino por la inclinación de su cabeza, por la forma en que entrelazaba sus manos sobre las rodillas.
¿Leocadia? murmuró, con la voz ronca y extraña.
Ella se giró. No de inmediato, ni temerosa, sino como esperando ser llamada. Sus ojos, esos mismos verdegris, se agrandaron.
¿Eduardo? Dios Eduardo.
Él se acercó y se sentó a su lado, dejando entre ellos una distancia que fácilmente podría haber contenido dos décadas. El aire olía a hojas mojadas, a humo y a perfumes caros, nada de los aromas dulces y rebeldes de la juventud.
¿Qué haces aquí? preguntó al unísono, y ambos rieron torpemente.
Resultó que ella había salido a pasear después de una reunión en el instituto que estaba cerca. Y él se despedía.
Una pausa se instaló, cómoda y pesada a la vez.
¿Recuerdas? empezó ella, mirando el agua, la primera vez que nos conocimos aquí. Tú en tu patineta, a punto de atropellarme.
Yo no a punto, la atropellé de verdad sonrió Eduardo. Caíste en un charco y, en vez de disculparme, empecé a gritar que habías roto mi tabla.
Yo lloré no por los medias rotas, sino porque eras tan malcriado refunfuñó Leocadia, y en el rincón de sus ojos se dibujaron arrugas que a él le parecían más preciosas que cualquier joya. Luego viniste al día siguiente con una caja de bombones Alondra.
Y nos quedamos en esa banca hasta que oscureció concluyó él en voz baja.
Entonces la memoria, como un viejo proyector, encendió la pantalla del presente con imágenes brillantes y algo descoloridas: jóvenes, risueños, asando salchichas con los amigos; ella, cubierta de hollín, alimentándolo con un tenedor mientras él fingía morder su propio dedo. Corrían bajo una lluvia torrencial después del estreno de una película, empapados hasta los huesos, gritando de júbilo. Él le regaló un anillo de plata con un pequeño zafiro por su cumpleaños, gastando todo el sueldo de aquel verano, y ella, entre lágrimas, llevó la mano a los labios.
Hablaban de todo eso ahora, y las palabras fluían con facilidad, como si no hubieran estado enterradas durante años bajo el polvo de la rutina y el desencanto.
¿Te acuerdas de la pelea por la universidad? preguntó Leocadia. Tú querías ir a Barcelona, yo no podía ir por culpa de mi madre.
Fui un idiota susurró Eduardo. Decía que si amabas, irías al fin del mundo.
Yo decía que si amabas, lo entenderías exhaló ella. Éramos tan jóvenes y tan seguros de que el amor era una fuerza fantástica que lo resolvía todo. Pero resultó ser frágil, como el primer hielo del estanque.
Se quedaron callados. El viento arrancó otra ráfaga de hojas del álamo, girándolas en un lento vals de despedida.
¿Todo bien con tú? inquirió él, ya sabiendo la respuesta. Bien no era la palabra adecuada para sus vidas. Ella tenía familia, trabajo; él su propia empresa en otra ciudad, sus afanes. Todo estaba normal, pero no bien en el sentido que dos veinteañeros le daban en aquella banca.
Sí contestó ella, y en sus ojos leyó lo mismo. Todo bien.
Alcanzó el bolsillo, apretó en su mano el pasaje. Un trozo de papel que lo separaba de la ciudad, del parque, de ella.
¿Sabes? dijo, extendiendo la mano. Nunca olvidaré el olor de tu cabello. No era perfume, era simplemente tu melena, una mezcla de champú de manzana y sol.
Leocadia lo miró, y sus ojos destellaron.
Yo recuerdo tu silbido. Tenías un silbido especial, con dos dedos. Silbabas al llegar a mi portal y yo subía al balcón como una loca.
Intentó silbar ahora, pero solo logró un sonido tenue y vacilante. La habilidad se había perdido. Ambos volvieron a sonreír, esta vez con una melancolía punzante.
Era hora de partir. Se levantaron de la banca al unísono, como por costumbre.
Adiós, Eduardo dijo ella.
Adiós, Leocadia.
No se abrazaron, ni se besaron en la mejilla. Simplemente se alejaron por extremos opuestos del paseo, como hacía veinte años, cuando sabían que se volverían a ver al día siguiente. Ahora, nunca más.
Eduardo alcanzó la salida del parque y se giró. Leocadia ya se había fundido en la sombra, su silueta esbelta desapareciendo entre el crepúsculo. Sacó el pasaje del bolsillo, observó las letras y números borrosos, y sin prisa lo rompió en varios pedazos y lo arrojó a la papelería.
No se llevaba el peso de ese documento. Lo dejaba donde pertenecía. Siguió adelante, enfrentándose al frío de la noche, llevando solo el dulce y lejano aroma del champú de manzana.
Al cruzar la verja del parque, el bullicio de la ciudad lo envolvió: el rugido de los coches, los pitidos intermitentes, los pasos apresurados. Allí olía a gasolina y a bocadillo de kebab de la barra de la esquina. Eduardo se abrochó el abrigo y, sin rumbo, se encaminó hacia la estación de Atocha, aunque el tren ya no lo esperaba.
Recorría calles conocidas, y cada esquina ya no era solo parte de la urbe, sino una página del libro que una vez escribieron juntos. El cine Cine Madrid, cuyas escaleras fueron testigo de sus besos bajo la lluvia inesperada. La antigua cafetería donde Leocadia probó por primera vez el café a la turca y comentó: «Tiene sabor a tierra amarga». Ahora ese lugar mostraba el cartel reluciente de un gran banco.
Pensó en volver, en buscarla, en decir ¿qué? ¿Que todos esos años había buscado su reflejo en rostros ajenos? ¿Que ningún éxito olía tan dulce como su champú de manzana? Sería una locura. Eran adultos con obligaciones, agendas, biografías que ya no estaban destinadas el uno al otro.
Mientras tanto, Leocadia se sentó en otra banca a pocos pasos. Observaba cómo el viento hacía bailar las últimas hojas amarillentas sobre el agua, y reflexionaba sobre lo extraña que es la vida. Veinte años, una vida entera construida con otro hombre, un hijo criado, una tesis defendida, una rutina familiar, y todo eso podría desvanecerse en diez minutos de una charla casual.
Recordó la mirada que él le dirigía, esa misma directa, un poco desafiante, que en su momento le había quitado el aliento. Una mirada que no veía al respetado catedrático, sino a la niña con la patineta, empapada y feliz.
Sintió un impulso agudo, casi físico, de levantarse de un salto, correr, alcanzarlo. Preguntarle: «¿Y si?». Pero sus piernas no respondían; estaban habituadas a la mesura, a la previsibilidad. Conocían el camino a casa, al marido que probablemente ya se preguntaba por su retraso.
Recogiendo sus pensamientos, Leocadia se puso en pie y se dirigió al instituto, donde su coche la esperaba. Caminó sin volver la vista al estanque, a la banca, a los fantasmas de su juventud.
Eduardo llegó a la estación. El enorme tablero anunciaba destinos lejanos, ciudades donde nadie lo aguardaba. Se acercó al mostrador.
¿A dónde va? preguntó la cajera con voz cansada.
Él la miró, luego sus propias manos, que hacía apenas media hora sostenían el pasaje hacia la nada.
A ninguna parte susurró. Ya he llegado.
Se dio la vuelta y se alejó de la estación. No sabía qué le depararía el mañana. Tal vez encontraría trabajo aquí, tal vez alquilaría un piso pequeño con vista al parque, o quizá se quedaría unos días más, inhalando el aire otoñal.
Ya no buscaba otro encuentro con ella. Aquella reunión ya había ocurrido. La había sacudido, le había recordado quién era bajo la capa de años y compromisos.
Por primera vez en mucho tiempo, no había prisa. Era simplemente Eduardo, el hombre que una vez amó a Leocadia. Y eso, curiosamente, bastó en aquella noche. El pasado no volvería, pero también dejó de huir de él. En esa parada surgió una extraña, amarga y curativa libertad.
Así caminó por las desiertas calles nocturnas, y la ciudad ya no era un museo de sus pérdidas. Las farolas se encendían no como guirnaldas del ayer, sino para iluminar el camino adelante. Sentía un leve vacío, como si en su alma se hubiera abierto espacio para algo nuevo. El pasado, al fin, lo soltó no con el estruendo de una puerta que se cierra, sino con un suspiro tranquilo, parecido a un aliviado respiro. Y en ese silencio comenzaba algo propio, real, su propio futuro.







