**Diario personal: El último euro por un niño que no era mío**
La mañana era gélida. La nieve cegaba, el viento cortaba como un cuchillo y las calles brillaban bajo una capa de hielo. Antonio, conductor del autobús escolar en el pequeño pueblo de Valdehermoso, abrió las puertas para dejar entrar a un grupo de niños envueltos en bufandas, gorros y abrigos gruesos.
—¡Deprisa, que se me van a congelar las orejas!— bromeó, sonriendo.
—¡Antonio, qué gracioso!— rio Lucía, una niña de primero. —¿Por qué no llevas bufanda? ¡Las mamás siempre compran bufandas!
—Si mi madre viviera, me habría regalado la más cálida del mundo— respondió con ternura y nostalgia—. Pero por ahora, te envidio, Lucita.
—¡Le diré a mi madre que te compre una!
—Trato hecho. Ahora, todos a vuestros sitios, que el hielo no perdona.
Antonio no era solo un conductor. Era quien recibía a los niños cada mañana con una sonrisa y una broma. Sabía sus nombres, recordaba cumpleaños y exámenes. Los niños lo adoraban. Pero en casa, las cosas no eran tan alegres.
—Antonio, ¿hasta cuándo vamos a arrastrar esta hipoteca por tu «amor a los niños»?— le reprochaba su esposa, Elena, con voz agotada.
—Me gusta mi trabajo… Pero encontraré una forma. Te lo prometo— respondía él, aunque el corazón le pesaba.
Esa mañana, al llegar al colegio, Antonio advirtió a los niños sobre el hielo.
—¡Martina, nada de patinar en las escaleras!
Cuando todos bajaron, iba a entrar en una cafetería para calentarse con un café. Pero entonces, un sollozo apagado resonó en el autobús.
—¿Eh, pequeño, qué pasa?— preguntó, acercándose.
En el último asiento, encogido, estaba un niño. Lloraba en silencio, con las manos moradas de frío.
—¿No vas a clase?
—Hace mucho frío…— susurró—. Se me rompieron los guantes, y mis padres no tienen dinero para unos nuevos…
Antonio apretó los dientes. Se quitó sus propios guantes y se los puso al niño.
—¿Mejor? Mira, tengo un amigo que hace guantes para aguantar hasta el Polo Norte. Te traeré un par después de clase.
—¿En serio?— Los ojos del niño brillaron—. ¡Gracias!
Pero Antonio mentía. No tenía ningún amigo. Renunció al café y gastó su último euro en unos guantes y una bufanda barata en una tienda cercana. Esa tarde, cuando los niños volvieron al autobús, se los entregó.
—Toma, campeón. Que te abriguen. Los mayores ya nos ocuparemos del resto.
El niño lo abrazó con fuerza. Antonio contuvo las lágrimas, pero algo se le encogió por dentro.
Dos días después, lo llamó el director.
—¿Qué habré hecho?— pensó, nervioso, al tocar la puerta.
—Pase, Antonio— sonrió el director—. Nos enteramos de lo que hiciste por David. Su padre fue bombero, se lesionó en el trabajo, y ahora viven con una pensión mínima. Tu gesto no pasó desapercibido.
Antonio calló, sin palabras.
—Y otra cosa… Supimos de la caja que pusiste a la entrada.
Resulta que Antonio había dejado un contenedor junto a la puerta del colegio con un cartel: «Si tienes frío, toma algo. Quédate abrigado. Del conductor». Dentro, había dejado algunos pares de guantes y bufandas, comprados con su sueldo ajustado.
Esa caja lo cambió todo.
Profesores, padres y empleados comenzaron a añadir ropa de abrigo: gorros, calcetines gruesos… Una semana después, junto a la caja pusieron un mural: «Rincón solidario».
En un acto escolar, le dieron las gracias, le subieron el sueldo y le ofrecieron dirigir un programa de ayuda para familias necesitadas.
Pero lo importante era otra cosa.
Ahora, los niños no solo le saludaban, sino que corrían a abrazarlo. Los padres le estrechaban la mano, susurrando «gracias». La caja siempre estaba llena, no por obligación, sino porque la gente quería ayudar.
—¿Ves, Elena?— dijo una tarde, señalando la caja desde la ventana—. Al final, encontré la manera de que todo esto valiera la pena.
Ella lo abrazó sin hablar.
¿Qué nos queda de esta historia? A veces, un solo acto de bondad desencadena algo más grande. Antonio dio su calor y, a cambio, recibió más de lo que imaginaba. No eran euros. Era saber que la generosidad, al final, siempre vuelve.